El debate sobre seguridad y civismo en Barcelona regurgita cada agosto, como la canción del verano, con el agravante de ver de cerca las elecciones municipales más disputadas e interesantes del post-maragallismo. Sólo hay que ojear las páginas metropolitanas de La Vanguardia para comprobar como la obsesión por la seguridad en las calles de Barcelona se explica nostálgica de un gobierno de orden alla maniera Manuel Valls. En efecto, las élites barcelonesas viven con igual miedo la restitución de Ada Colau y el hecho de que en las primarias de la capital se asegura una victoria independentista: nada mejor que ahogar a las abuelitas con la matraca de la seguridad para cultivar el huerto de una victoria de alguien como Valls, el político que sabe como se comanda una pasma musculada y que puede mantener unida la patria (española, of course), para devolver la paz a las calles y acabar con la coña de los lacitos.

El debate sobre la seguridad ciudadana nunca está de más, pero no hace falta tener mucha intuición para ver como, en este caso, insistir en la tranquilidad en los barrios como un mantra oculta la expresa intención de sombrear un concepto todavía más importante: el de la libertad ciudadana. La situación no es inédita en Barcelona, una ciudad que –como capital global y moderna– siempre ha vivido un aumento del autoritarismo cuando sus ciudadanos han querido derribar murallas políticas y barreras mentales de cara a poder ejercitar su talento sin trabas. A las élites españolas del cap i casal les va de fábula alguien como el hortenc Valls, un hombre que asegurará la primacía económica de Florentino relegando las cosa barcelonesa a la industria menestral. Es la idea de siempre: los catalanes hacen cosas, y la pasta se cuece en Madrit. Más claro, el agua: los poderes no quieren un alcalde, porque les basta un policía.

En seguida veremos como cada trifulca callejera o una simple tifa expulsada por un indigente en los rincones del Eixample será utilizada para anhelar un gobierno de mano dura encabezado por Ciudadanos

Tenemos que ser justos y no pasarnos de frenada. Ada Colau no es la responsable última de que dos imbéciles se líen a tortazos en la plaza de Catalunya ni es la autora suprema del hecho que un turista del Village se mee con impunidad por los recovecos de Ciutat Vella. La cosa es más profunda, porque el colauismo pensó que tendría suficiente con el carisma de su lideresa, repartiendo cuatro duros a los pobres e intentando dominar la máquina socialista que todavía manda en el Ayuntamiento para continuar controlando Barcelona. Colau no ha entendido que los barceloneses siempre se han regido por el ansia de libertad. Bueno, lo sabe perfectamente, pero actúa como si la cosa no fuera con ella, porque cuando uno habla de libertad acaba tarde o temprano con la obligación de acabar discurriendo sobre la autodeterminación. ¿Los barceloneses queremos orden y calma? Faltaría más. Pero no nos robes el Tío Che de la calle, alcaldesa, que acabaremos refunfuñando como una sierra mecánica.

Las élites barcelonesas viven esperando a Valls, y en seguida veremos como cada trifulca callejera o una simple tifa expulsada por un indigente en los rincones del Eixample será utilizada para anhelar un gobierno de mano dura encabezado por Ciudadanos. Hace tiempo que digo a mis conciudadanos que no se choteen de la candidatura del antiguo primer ministro francés, quien –si es inteligente, que lo es un rato– trufará su lista electoral con algún nombre ilustre de aquello que los cursis llaman la antigua Convergència. Valls encarnará la lucha por el control y la claudicación nacional. Quien lo contrarreste con la bandera de la libertad creativa, tarde o temprano, acabará ganándose a los ciudadanos. Se acercan unas primarias maravillosas. Estoy por presentarme, servidor que es uno de los pocos barceloneses de pura cepa que nos quedan.