En el último bienio, los Estados Unidos han vivido una controversia pedagógica (y, por lo tanto, política) de primer orden a raíz de la enseñanza de la Critical Race Theory en las escuelas. Popularizada, entre otros, por el abogado y activista negro Derrick Bell, la CRT (a saber; el estudio de la historia nacional enfatizando la mella del supremacismo blanco y, a resultados de eso, la implantación de un sistema legal que respete las minorías raciales y otros colectivos especialmente vulnerables) se ha puesto en el centro de un debate político que va más allá del revisionismo histórico o de cómo un país se explica a sí mismo para manifestar que, a medida que los estados del mundo vayan perdiendo fuerza para manipular a sus ciudadanos, la escuela se mantendrá como último reducto de poder y los líderes de todo el mundo cada vez podrán disimular con menos vergüenza las ansias de controlar todo aquello que ocurre en las aulas.

Siempre que leo la pila de artículos semanales que la prensa norteamericana dedica a la pugna por la CRT (no es casualidad; su abolición a nivel federal fue uno de los Leitmotive abanderados por Trump en la campaña del 2020 y una de las primeras enmiendas de Biden a su antecesor al trono del Despacho Oval) no puedo evitar pensar en nuestra tribu y en la batalla igualmente desesperada de todos los políticos del 155 para salvar el catalán en las escuelas. Puede parecer que haya una distancia sideral entre imponer un tipo de perspectiva histórica y aquello que los cursis llaman "blindar" el catalán en las aulas, pero desde el instante en que a una lengua siempre le endosamos un imaginario cultural esta aparente lejanía se desvanece; no hay que ser un gran observador para ver cómo el procesismo está utilizando la enseñanza del catalán en el aula para salvar la poca épica que le queda.

Apartada del objetivo de la independencia, la administración tribal ha puesto muchos esfuerzos propagandísticos al asegurar que, a pesar del establecimiento de un 25% de español en las aulas, el catalán seguirá siendo lengua vehicular de la enseñanza. Para hacernos tragar la ley, los convergentes han sacado del armario históricos de su partido como Irene Rigau (no lo criticamos; la antigua consellera, cuando menos, tiene la decencia de saber de lo que habla) y Salvador Illa, un político mucho más cachondo de lo que parece, está tan cómodo con el texto resultante que, como informaba ayer El Nacional, se ha envalentonado pidiendo a Alberto Núñez Feijóo que ponga el seal of approval del nuevo y moderadísimo PP. Todo el mundo, en definitiva, quiere hacerse suya una ley donde, pese a quien pese, el español se establece como norma. Pero el contenido es lo de menos; lo que se persigue es mantener el poder en las aulas.

No hay que ser un gran observador para ver cómo el procesismo está utilizando la enseñanza del catalán en el aula para salvar la poca épica que le queda

Hace pocos días, en el aburridísimo universo tuitero catalán se viralizaba un encuentro entre Quim Monzó y el antiguo presidente Jordi Pujol que se sitúa justo en medio de lo que intento explicar. En la rueda de prensa en cuestión (si no voy errado, previa a la feria de Frankfurt, y que me perdonen los culés), Monzó lamentaba la progresiva transformación del catalán supuestamente literario en un dialecto del español, recordando cómo la inmersión nunca había estado realmente aplicada en las aulas y remachando que la condición de escritor catalán se convertiría pronto en una rareza de museo. En una intervención antológica, Pujol le responde medio abroncándolo que, a pesar de estar fastidiados tal como dice el escritor, la literatura catalana "nunca había vendido 140.000 ejemplares de Las voces de Pànamo en Alemania" (el puta resulta genial incluso cagándola; se refiere a "Las voces del Pamano", del plasta de Jaume Cabré).

Acto seguido, Pujol parece salirse por la tangente y, enredándose entre tosidas y sus pausas dramáticas brechtianas, refunfuña por el hecho de que todo dios aplauda al presidente Obama por su discurso de responsabilidad cívica y de patriotismo radicado en la moral del esfuerzo mientras a él le escarnecen la misma ética: ¿"Y aquí quién lo dice? ¿Y aquí quién lo ha dicho todos estos años? Y ¿qué cachondeo más inmenso se ha hecho sobre todos estos valores"?, dice el Molt Honorable haciendo cara de mala leche en una sala que de repente queda atrapada en un silencio deliciosamente cínico. Decía que Pujol parece salirse por la tangente, pero no; citando a Obama, Pujol responde a Monzó afirmando que, en el fondo, cualquier idioma necesita de unas virtudes políticas y de unos ideales para hacerlo prosperar. En plata; que se la sudan los tantos por cientos y las inmersiones, porque lo importante, para el catalán o el suajili, es defender su gramática con poder.

Que Monzó tiene razón es un hecho innegable; pero Pujol, español como siempre, también hace bien en aclarar su perspectiva. En un régimen autonómico, más allá de la legalidad, Catalunya solo podrá garantizarse unos mínimos de poder en las aulas huyendo del marco legal español y controlándose todo aquello que ocurre a través de un imaginario político y social que incentive a los alumnos a abrazar la lengua. Pujol mantuvo esta ecuación mientras el sistema autonómico todavía brillaba como posibilidad; después del 1-O esta ficción se ha desvanecido, y el problema de la administración catalana, exactamente igual que la Critical Race Theory, es que quiere defender una determinada cuota de poder sin tener ningún Obama que lo abandere. Porque si Pere Aragonès tiene que garantizarnos eso de la lengua o cualquier otra cosa, como comprenderéis, mantener el optimismo resulta una cosa de locos. No, we can't.