Cualquier crisis acostumbra a implicar un aumento de la moralina. En el caso del ciudadano común, y aplicado a eso del coronavirus, la cuestión se ha traducido en este amor repentino que le ha cogido a la población por las médicos, los enfermeros y los investigadores en general, una debilidad que, como ya hemos dicho tantas veces, se les acabará cuando el benemérito colectivo de la bata blanca les corte la Meridiana un viernes para impedirles llegar a la Costa Brava. En el caso de la clase política, el auge de la cursilería acostumbra a trasladarse al ámbito de la gestión y se traduce en frases místico-lapidarias como aquella que le oímos decir a la consellera de la Presidencia Meritxell Budó (en casa le llamamos la replicanta, por esta cadencia televisiva y maquinal con la cual acostumbra a acabar cualquier frase) por la cual el Govern de la Generalitat, antes de afrontar cualquier elección entre el capitalismo y la salud de la gente, "entre vidas y economía, siempre escogería vidas".

La realidad, como quizás sabe incluso esta triste, pobre y desdichada aprendiz de gestora, es muy diferente. Incluso el gobierno con menos poder del planeta o cualquier nación, por ínfima que sea su capacidad de influencia global, se tendrá que enfrentar a dilemas políticos y económicos que afecten a la vida de sus ciudadanos, y cuando me refiero a la vida no sólo pienso en su calidad de existencia, sino en su propia capacidad de subsistir. La política es de hecho la gestión de la vida (o, más radicalmente, la gestión de la no muerte de los ciudadanos) por parte de una administración; eso vale tanto para el presidente de los Estados Unidos, commander in chief de un ejército formado por una retahíla de críos cuya vida depende estrictamente de sus decisiones, a la política tributaria del ministro de Economía de una república bananera y su afectación directísima en la vida de sus propios agricultores y ganaderos.

Si algo nos está demostrando esta crisis del coronavirus es la imposibilidad de separar la política, y por lo tanto la economía, de la gestión más cruda de la vida. Eso vale en cualquier ámbito de gobierno e, insisto, también afecta incluso a una administración colonial cómo es la Generalitat; ubicar un hospital en una ciudad o población determinada afecta directamente la vida de un ciudadano a quien le sea imposible legar en menos de cinco minutos, otorgar o dejar sin beca a un grupo de investigadores que se encuentre averiguando el porqué las células tumorales cancerosas se reproducen a toda leche por no se sabe qué carajo de efecto es una decisión económica que afecta directamente a la vida. Escoger entre economía o vida, en definitiva, es una falsa dicotomía. Los gobernantes usan la economía, y hacen política, desde la asunción implícita de los efectos que estos ámbitos tienen en la vida.

Todo eso debe ser una cosa demasiado elevada como para que lo entienda a alguien como nuestra limitadísima consellera Budó, pero afortunadamente no se le escapa a la mayoría de mis pacientes lectores. De hecho, por mucho que les ciegue su condición mayoritaria de llacistes, a muchos de ellos no se les ha debido escapar esta extraña debilidad de nuestros líderes para asegurarnos una vida sana y resguardada, fuera de cualquier peligro. No hace tanto tiempo, esta misma generación de políticos utilizó la misma metafísica barata, según la cual su prioridad siempre tendría que ser evitarnos cualquier arañazo y alejarnos de cualquier mal (y amén), como excusa para no culminar las promesas y las leyes a las cuales ellos mismos se habían comprometido. Supongo que todos recordaréis, por desgracia, aquello de Marta Rovira: nosotros habríamos hecho la independencia, por desgracia, pero es que hacerla implicaba muertes.

Servidor, desde su confinamiento hiperventilado, disfruta como una loca con este aumento del cursilómetro en el cual los convergentes sobreviven con tanta dignidad. Triar entre economia i vides? I ara, Maria Lluïsa, això naltrus no t’ho faríem mai! Fer política de debò, amb el que està passant, Josep Maria? No fotis, que aquestes coses només les fan els estats, i aquí com aquell qui diu anem amb sabata i espardenya! Sin embargo, tenedlo bien presente, esta postura de buen samaritano no es gratuita. Es el tipo de zona de confort con que la administración de la Generalitat muestra cuán contenta está de vivir en el autonomismo comodón que puede devolver las culpas de cualquier error de gestión a Madrid. Fijaos en que, desde hace unas semanas, incluso Quim Torra ya parece todo un hombre de estado. Cuando la política va simplemente de hacer cara de bondad, los catalanes siempre tendremos la gloria eterna asegurada.

Mientras, en el mundo real, todo el mundo sabe que mandar, tener un estado y hacer política implica tener que entregar vidas, de modificarlas o, si hace falta, acabar con ellas. Pero a nosotros eso del mundo real, donde no podemos hacernos los ángeles, siempre nos ha dado un como un poco de fastidio. Puaj. Pase, pase.