Nuestro diccionario del IEC define empatía como la “facultad de comprender las emociones y los sentimientos externos por un proceso de identificación con el objeto, grupo o individuo con el que uno se relaciona”. Tradicionalmente, el proceso de meterse en la piel del otro siempre ha tenido una aura moral positiva, especialmente si este grupo o individuo al que se refiere la frase anterior resulta una víctima de un hecho o acto injusto. Paradójicamente, diría que vivimos un presente político en el que la empatía, bajo la excusa de dicha momentánea calcomanía existencial con la otredad, representa la forma más perversa de cinismo con la que la clase dirigente rehúye la responsabilidad moral.

Tomen como ejemplo a la política más empática del universo: la hiper-alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Cuando un periodista o ciudadano pregunta a Colau por el auge de los precios del alquiler en la capital desde que ella la dirige, lejos de exponer las causas de esta subida o de intentar buscar remedio al asunto, la política comuna acostumbra a responder que ella paga religiosamente su alquiler y que también le parece demasiado caro. Cuando es preguntada por temas de igualdad social, de tolerancia o de agresiones al colectivo elegetebeí, Colau no desaprovecha la ocasión para recordar su condición bisexual, con el simple objetivo de recordar que, en esta lucha, ella estaba antes que sus rivales.

Hace un año que la crítica al procesismo es un tabú que se escuda en la empatía buenista hacia los pobres encarcelados

La cosa de Colau tiene un mérito extraordinario, porque la alcaldesa ha conseguido modelar su identidad de una forma magistral, agradeciendo al azar dos regalos: haber nacido “bisexual y de clase pobre” (el tercer don, el de la nación oprimida, no lo incluye en su personalidad, porque no es de cosmopolitas). Sería injusto adjudicar esta apología de lo empático solamente a la inquilina del Ayuntamiento porque, desde el encarcelamiento del govern catalán no exiliado, la empatía ha devenido un muro de contención a cualquier enmienda a los discursos que hemos escuchado hasta ahora en el Tribunal Supremo. De hecho, hace un año que la crítica al procesismo es un tabú que se escuda en la empatía buenista hacia los pobres encarcelados.

Mientras esta semana y la anterior, nuestros políticos electos urdían discursos de altísimo contenido político, a los ciudadanos se nos negaba la posibilidad de incidir en su trama argumental a causa de la empatía. De hecho, nuestra wagneriana tribu ha experimentado un orgasmo continuo de orgullo viendo declarar a Junqueras, Forn, Turull y Romeva. Ai, reina, sí que parlen bé els nostres nanos, i quina llàstima com mos tracten els espanyols. Cierto es, las intervenciones brillaban, los argumentos eran dignos de Cicerón y la empatía afloraba a mansalva: cualquier cosa, ya ve usté, menos recordar que estas mismas personas son responsables del inadmisible estado de represión que sufre el pueblo catalán.

La empatía lo tapará todo: las verdades a medias, la jugada maestra, el camino de la ley a la ley, las estructuras de estado que estaban a puntito de salir de la nevera y toda cuanta mandanga convertida en humo. La pregunta ahora es hasta cuándo deberemos aislar en este estado de empatía continua que exime de cualquier responsabilidad moral. Porque todo pinta que este estado en el que la crítica vivirá entre paréntesis se alargará cuando se dicten las inexorables condenas, a lo cual deberemos añadir todavía un tiempo prudencial cuando salgan de la cárcel (un hecho que, como muchos ciudadanos, yo desearía inmediato). El universo de las emociones, por consiguiente, garantizará más de un lustro de anestesia.

Entramos de lleno en la era de la empatía. Es necesario que nuestros ilustrísimos académicos del IEC piensen nuevas definiciones del término. Yo les propongo una nueva: “facultad de identificarse con la desgracia ajena de un castigado o reprimido, mediante la cual uno renuncia a su capacidad de análisis crítica sobre esta misma persona”, Procedan a meterlo en el tocho, que la cosa pinta duradera…