Tras los atentados del 17-A en la Rambla, la mayoría de intelectuales, gacetilleros y ciudadanos de lo común (con la excepción de algún iluminado carcoprogre de la tribu que imputó el ataque a las políticas de garrafó i disbauxa de la CUP), entendió con normalidad que Barcelona fuera víctima de un ataque yihadista. “Algún día tenía que pasarnos esto”, decían la padrina y el analista al unísono, dando a entender que un atentado de estas características situaba a Barcelona en el estatus de una ciudad afectada por una cuestión candente de este fenómeno que, con cierta parsimonia, hemos llamado globalización. Dicho de una forma frívola, si Barcelona convivía masivamente con los flashes del turismo masificado, la Brooklynización del Born y los tentáculos de Uber, Cabify y Airbn, la misma inercia socioeconómica también comportaba la aparición de una furgoneta carnicera.

Con Al Qaeda y toda cuanta ramificación del islamismo radical, el ciudadano de Occidente tenía una ventaja: podía, aunque de una forma tópica y folclórica, dibujar mentalmente a un enemigo, con su túnica y pañuelo envoltorio, con una fonética excesiva en aspiraciones y una sintaxis común de odio contra todos los parámetros que consideramos civilizadores. A pesar de que el retrato robot fuera de una gran banalidad (como demostró el asesinato en la Rambla, sus perpetradores se parecían más a los hijos de la clase media catalana y podían recitar mucho mejor a Verdaguer que no el Corán), la imaginación permitía un punto de ancoraje que daba pie a identificar fácilmente no sólo a un enemigo, sino un pack de motivaciones para atacarnos. No compartíamos el trasfondo de nuestros asaltantes, pero podíamos explicarnos fácilmente por qué les temíamos.

De hecho, ha sido precisamente esta doble condición (la progresiva occidentalización del terrorismo yihadista a través de técnicas de armamiento, propaganda e incluso formación adaptada a la mayoría de países del primer mundo), añadida a la parsimoniosa acción previsible de los jovencísimos atacantes y de las ciudades que escogían porque era allí donde era necesario golpear para publicitarse en todo el planeta, lo que ha provocado la desaparición del terrorismo radical islamista como un factor de actualidad. Pueden darse, y evidentemente que se dan, muchos ataques en diferentes lugares, pero su impacto cada vez es menor, puesto que forman parte del universo emocional de todo aquello que un ciudadano debe temer. La novedad del coronavirus (y de sus derivados porque, como ya debéis estar suponiendo, esto solo ha hecho que empezar) es precisamente su condición invisible. Provoca neumonías, pero no tiene un rostro identificable.

Este nuevo enemigo provocará una nueva tipología de miedo: quizás nos acostumbraremos, pero es nueva, y sólo eso ya provoca un canguelo inédito

La condición vírica e invisible de la nueva tipología de enemigo se traduce en la radicalización de ciertas conductas en consecuencia: si antes los prejuicios contra la cultura islámica nos hacían poner a prueba nuestro racismo a la hora de acercarnos a un extranjero en el metro o visitar ciertos países en los que el índice de atentados era mayor, ahora la desconfianza contra la alteridad aumenta por el simple hecho de que todo el mundo (sea de la raza o procedencia que sea) puede ser un portador del virus y, por tanto, una amenaza contra la salud. A su vez y a un nivel macropolítico, si antes temíamos el contagio de un terrorista causado por la propaganda religiosa —la comida de tarro de siempre, vaya— o a fenómenos más complejos de radicalización, ahora el factor de propagación deviene mucho más rápido: convertir a un terrorista exige meses, propagar un virus, un Quimicefa.

El problema, y perdonad que el artículo de hoy tampoco sea optimista, ya no es hasta cuándo durará esta cuarentena sino cómo afrontaremos las siguientes, porque de virus como el actual y los consiguientes contagios uno puede imaginar miles. Hasta ahora, los malos de las pelis de Bond se acercaban al paradigma del terrorista informático freak, del hacker torturado y al inadaptado que, desde su ordenador, era capaz de provocar una crisis bancaria de cojones. El próximo malo, y los creadores del espía británico ya van tarde, quizás se vestirá con una bata y un simple tubo de ensayo. Es muy fácil, insisto, inocular una enfermedad en una serie de suicidas del contagio que propaguen un virus en un entorno determinado. Y si la reacción del mundo y de la economía es confinarse, la tentación es muy dulce.

Este nuevo enemigo provocará una nueva tipología de miedo: quizás nos acostumbraremos, pero es nueva, y sólo eso ya provoca un canguelo inédito. Y las novedades o los quebraderos de rutina, ya sea por quedarse en casa o en lo relativo a obedecer a la autoridad, últimamente no nos hacen mucha gracia. O sea.