El fuego es de las pocas cosas que nos reconcilia obligatoriamente con los objetos. Antes del incendio, Notre-Dame solo era un ¿te acuerdas?, una silueta de postal, visita reglamentaria de adolescentes desganados y abuelitas impresionables. Pero ahora no, nunca más, porque el fuego resucita el universo de las cosas en un mundo en el que uno ya convive naturalmente con lo virtual, alérgico al tacto. Es gracias al fuego, en definitiva, que Notre-Dame por fin puede reivindicarse como una realidad existente, como una obra de arte en sentido estricto. Por esta importantísima razón las obras de arte deben desaparecer a menudo, ser robadas o acabar siendo ceniza. Ya lo sabía el gran John Baldessari, que en The Cremation Project incineró toda su obra pictórica creada entre los años 1953 y 1966 para esculpir las cenizas resultantes en unas simpáticas galletas, y también Jean Cocteau, que al ser preguntado por qué obra de arte salvaría del Prado no dudó en responder: ¡el fuego, siempre el fuego!

Hasta hoy, la arquitectura era una de las pocas artes que había conservado el aura intacta. Orson Welles (F for fake) recordaba que la pintura es demasiado fácil de reproducir y, al límite, nos importa muy poco que pueda ser falsificada, porque la mayoría de los visitantes de los museos del planeta acaban mirando mucho más las etiquetas informativas, a la búsqueda del autor, que no las acuarelas en cuestión. Los edificios, mireusté, parecían cosa diferente, porque son una cosa única, original. De nuevo, el prejuicio es falso. Notre-Dame ya había sufrido alguna rehabilitación que la alejó del gótico: Eugène Viollet-le-Duc la había convertido en un cuento Disney para satisfacción de los románticos parisinos, una gente tremendamente cursi y afectada. Así también la Sagrada Familia que, de quemarse (¡y dios lo quiera!), incineraría muy poca cosa de lo que ideó originalmente nuestro imperial genio Gaudí.

No lloréis por Notre-Dame. Agradeced al fuego que por fin la haya reivindicado como objeto

Hasta la irreproductibilidad de los edificios, en este tiempo nuestro tan alocado, también resulta discutible; porque si unos científicos de no sé dónde acaban de imprimir un corazón casi vivo, imaginaros si dentro de pocos lustros no será posible que un jeque árabe se imprima la misma Venecia para situarla en su jardincito o encargue una reproducción perfecta del Taj Mahal para llevar allí a pasear a sus cortesanas. A su vez, la sociedad del espectáculo es tremendamente hábil aprovechándose de las desgracias para convertirlas en bísnes. De la misma forma que Barcelona volvió a edificar el Liceu (que pasó de tener una acústica única a ser un templo de la lírica bastante alicaído), los franceses invertirán una pasta tremenda para recuperar muy pronto su bomboncito. Son muy listos, ya lo veréis, y convertirán la basílica en un montonazo de billetes.

No lloréis por Notre-Dame. Agradeced al fuego que por fin la haya reivindicado como objeto. No podemos quemar Juego de Tronos, que es una obra de arte cutre que nunca será objeto, ni la voz de una soprano que dispara agudos para entretener a la parroquia. Sólo aquello que puede ser quemado preserva su aura. Dad las gracias al fuego que siempre, como sabían en Grecia, nos regala una cierta pureza. Y daros el regalo de no ser unos cursis, como los franceses.