El pensamiento se hace más rico y opera en libertad suprema cuando cambiamos de opinión. La sociedad más desvelada es aquella que, manteniendo unos poquísimos valores incuestionables, permite más enmiendas en las convicciones y fomenta maneras de pensar que maximicen la libertad individual. Que un obispo abandone su (hasta ahora exitosa) carrera eclesiástica porque se enamora de una hembra o porque la fe se le ha escurrido de la sotana no debería ser noticia, de la misma forma que hay a manta de gente que a partir de los años 70 pasó del comunismo militante a creer en la economía de mercado como si fuera el misal. Amar y desear otro cuerpo puede hacer igual de feliz o de esclavo que dedicar piel y alma a la Santa Trinitat, y no seré yo, uno de los pocos liberales de verdad que hay en la tribu (también de los pocos ateos, porque ser catalán y creyente es casi un sinónimo), quién haga metafísica de la bragueta de otros.

La noticia, por lo tanto, no es que el obispo de Solsona cambie de pensamiento y de vida, sino que haya pasado de ejercer una filosofía que constriñe la libertad sexual y afectiva de hombres y mujeres (empezando por él mismo) para acabar abrazando una opción vital donde, cuando menos, su amor será guiado únicamente por el propio arbitrio. Respecto a la libertad, no es equivalente la opinión de alguien que se ha pasado años castrando la acción natural de los seres de restregarse con quien quieran y fomentando un papel absolutamente subalterno de las mujeres, que la misma persona ejerciendo la libertad antes negada por pura creencia. La opinión de un hombre que ama a una mujer, en definitiva, no es la misma opinión (ni tiene la misma plataforma) que la de un reverendo que le prohíbe usar condón a una chica de 16 años por mucho que pueda quedar preñada o que intenta corregir el libre albedrío de un macho a penetrar otro por el ano.

La sociedad más desvelada es aquella que, manteniendo unos poquísimos valores incuestionables, permite más enmiendas en las convicciones y fomenta maneras de pensar que maximicen la libertad individual.

Prefiero las opiniones y las formas de vida que, por mucho que no tengan poltrona ni poder, maximizan la libre voluntad de los seres humanos, por falible (y risible) que pueda parecer. De ahora en adelante, el obispo de Solsona podrá ejercer una libertad que, desde un púlpito y con toda una institución detrás, ha negado sistemáticamente a sus feligreses. El obispo ya puede follar, y no solo ejercer el nobilísimo arte del fornicio, sino hacerlo con el cuerpo que considere oportuno, focalizándose en la inigualada amargura del clítoris o degustando la suavidad de un glande aliñado por una incipiente dosis de esperma. El obispo podrá follar, amar y, a su vez, su conducta solo pasará el examen de su propio criterio y de los posibles pactos que alcance con su nueva pareja. Celebro, por lo tanto, que el obispo haya cambiado de opinión, y lamento, por él mismo, que haya tardado tanto tiempo en liberarse.

El obispo ha podido realizar esta transición justamente porque la mayoría de habitantes de su entorno no pensamos ni obramos de acuerdo a su antigua doctrina. A diferencia de su yo de antes, ahora entrará en un mundo de mucha menos certeza (le recomiendo que crea solo en una realidad hecha de hombres, de naturaleza y de objetos; parece aburrido, pero no te la acabas nunca), pero le será mucho más fácil vivir sin sentirse observado, con los mandamientos que vamos urdiendo entre todos, por torpes que sean, y con la única certeza de que la vida es maravillosa porque algún día se acaba y después no hay más que nada de nada. Bienvenido al libre albedrío, querido obispo. Está bien, ¿verdad? Celebramos tu cambio de opinión, pero tenemos memoria y recordamos todas y cada una de tus condenas y castraciones. Ahora por fin podrás follar tranquilo, sin el omnipresente observándote desde la ventana estante, con quien quieras y cuando quieras.

Y lo más importante de todo. Cuando cambies de opinión, aunque sea para volver al púlpito, no lo consideraremos pecado. Bienvenido al cielo.