El emigrante ha ganado las elecciones con más participación de la historia democrática de Catalunya. Los preludios del 21-D tuvieron la extrañeza de enfrentar dos bloques graníticos que, en cierto modo, habían fracasado en sus objetivos de máximos: primero, el independentismo, que había sido incapaz de cumplir las promesas expresadas y escritas en la Ley del Referéndum y en el compendio aquel de la Transitoriedad con el fin de hacer realmente efectiva la secesión, pero también el unionismo, que por enésima vez se había visto incapaz de gobernar Catalunya desde una oficina madrileña, por mucho 155 que pusieras. Mira cómo son las cosas de la vida, que los electores catalanes han apoyado a dos proyectos que, a falta de resultados palpables, se aguantaban en la fuerza simbólica respectiva: o ganaba eso que, platónicamente, hemos llamado República, o se daba barra libre a la intervención estatal con que Rajoy quería desnutrirse lentamente el país.

El independentismo ha aguantado el ataque del 155 con una fortaleza digna de un boxeador paciente, y —nos guste o no, que a mí no me complace nada— la inmensa mayoría de electores no han querido ajustar las cuentas con los políticos que les dejaron en bolas después del 1-O. Las elecciones las ha ganado, como siempre, quien mejor ha sabido leer el carácter emocional de los catalanes: Puigdemont, el emigrante de Bruselas. Ya escribió muy bien mi maestro Eugeni d'Ors, en una glosa del 9-IX-1907 dedicada al compositor Grieg, que en Catalunya siempre triunfa el canto de la añoranza: "¿Por qué, se decía, por qué, podría tener valor nacional entre nosotros esta melancolía cobarde, añorante, gallega? —En un pueblo que hace elecciones, y las gana, ¿qué va a hacer esta sabor de esclavitud? ¡El Emigrante! ¿Dulce Catalunya? ¡De añoranza se muere! ¡Suficiente, suficiente de esta debilidad melodiosa!"

Ahora mismo, el president y su equipo se están preguntando qué símbolo tiene más fuerza: si un president que vuelve para ser reprimido o un president que manda desde lejos

Sintiéndolo mucho por mi maestro, en Catalunya la añoranza y la lejanía son símbolos más fuertes incluso que la prisión. Ha ganado Puigdemont, porque más allá de tejer una campaña perfecta (a Marta Rovira le ha pesado mucho el nefasto cara a cara con Arrimadas) ha creado un imaginario: el emigrante que, lejos de casa, guarda toda la fuerza del hogar en el recuerdo y que, a pesar de vivir en la civilización, se muere de ganas de volver a la patria. Da lo mismo que el juez Llarena vaya a dormir día tras día con el sueño húmedo de enchironar al Molt Honorable 130è cuando ponga un pie en territorio español. ¡Da lo mismo que Puigdemont haya hecho una independencia a medias que el Govern (legítimo, ¡solo faltaría!) de la Generalitat no previó, ni saber ni querer defender nunca. Mis conciudadanos han votado pensando en una imagen, y las imágenes tienen poder: los catalanes quieren vivir de nuevo un retorno alla Tarradellas.

La voluntad, sin embargo, no lo es todo en la vida, y Puigdemont lo tiene muy difícil para gobernar. La estrategia es clara: si el president vuelve a casa, la gente de Junts per Catalunya confía que la imagen de un político a punto de ser investido en unas elecciones legales de un estado miembro entrando en prisión sacuda las dormidas conciencias de la Comisión Europea. Nuevamente, y ya van unos cuantos, el independentismo hace un acto de fe con escasas dosis de realismo político, porque ni Junker, ni Tajani, ni el Santo Padre en patinete tienen ni tendrán el menor interés en apoyar a los catalanes, si eso les representa un problema con Rajoy. Símbolos, amigos míos, símbolos. Ahora mismo, el president y su equipo (con una fortalecida Elsa Artadi al frente que ha borrado a Marta Pascal del mapa) se están preguntando qué símbolo tiene más fuerza: si un president que vuelve para ser reprimido o un president que manda desde lejos.

Y a todo eso, a la unilateralidad, mira por donde, le han quedado solo cuatro escaños irreductibles. Continuará.