El jueves pasado celebrábamos con amigos la reapertura del restaurante Nairod (junto con la barra del Gresca, el mejor establecimiento de Barcelona y uno de los lugares donde se disfruta más de toda Europa) y, mientras hablábamos de la vida y de todo, alguien osó decir: "hostia, chavales, que el sábado es la Diada." Por primera vez durante toda la cena, se hacía un silencio sepulcral y nadie sabía exactamente qué decir. Todos los integrantes de la mesa, coetáneos de una generación con los cerebros más desvelados de la tribu, seguíamos de hace mucho tiempo la actualidad política, algunos incluso trabajan en la administración... pero todo el mundo callaba porque la derrota es tan bestia y el presente tan vergonzante que ni dios sabe hacer nada más elocuente. Pasan unos segundos, salvamos la situación limpiando media codorniz deliciosa, y muy pronto alguien encuentra otro tema para llegar al final de la comida. Hablar del país, es cierto, solo provoca ganas de llorar.

Ayer sábado pasa el día sin pena ni gloria. Seguía sin recordar que era día once, pero vuelvo a caer cuando abro la ventana y, desde el balcón de casa a la calle de Sant Sever, se oye el puto helicóptero de las milicias españolas y, mientras fumo, veo decenas de personas haciendo cola para entrar en el Palau de la Generalitat. Me pregunto qué lleva a tantos de mis conciudadanos a visitar la sede de la más alta instancia del país. Me cuestiono, sinceramente, como puede ser que, después de escuchar un discurso, el de Pere Aragonès, que podría haber firmado incluso José Montilla, y después de que el Gobierno haya presentado un cartel de la Diada cagándose en la memoria de Pau Casals, con faltas de ortografía incluidas y donde no sale la palabra Catalunya, me pregunto, decía, en nombre de qué cojones mis compatriotas se encuentran haciendo cola para ir a hacerse uno selfie en el Pati dels Tarongers impostando morritos de alegría.

A mi país ya me lo miro como un asunto situado en un punto extraño entre la antropología y el frenopático. Salimos a dar la vuelta de cada año con la costilla, primero a Casanova, después al Fossar. La mejor metáfora de esta Diada es esta camiseta de la ANC que parece la del servicio de un supermercado de chinos, con un lema digno del cau (si la Asamblea quiere continuar viva, su única razón de existir tendría que ser la de derribar la actual partitocracia independentista) y que provoca una convocatoria popular digna de VOX. Entiendo a los conciudadanos que se han quedado en casa. Cuando hace solo unos días el Gobierno se ha demostrado incapaz de mantener la promesa de ampliación del Prat (que no ha llegado a buen puerto, simplemente porque el vicepresidente Puigneró se la inventó sin ningún tipo de compromiso del Gobierno), pues ya me dirás si alguien moverá el culo por el referéndum del 2030.

De este silencio que impregna los días no quedará nada que vuelva a ser rico ni pleno, porque el enemigo ya no es ufano ni soberbio

Paseo por el Fossar, donde están los mismos irreductibles que ya estaban en los años setenta, los cuales, a falta de correr perseguidos por la pasma, se pasan la tarde pimplando birras compulsivamente. Me gusta pasear por los puestos de los partidos políticos, porque cuando la militancia me reconoce bajan la mirada entre atemorizados y avergonzados. Hace años, la gente te paraba por la calle y te preguntaba, anhelante: "¿cómo lo ves?". Ahora nadie charla con nadie, y todos parecemos anónimos de The Walking Dead caminando en busca de carne humana. De lejos, veo a un compañero de estudios que soñaba con escribir grandes obras de filosofía y ha acabado haciendo de negro para uno de los consellers del Govern. Pienso también en el amigo de quién escribí hace días aquí en El Nacional. Ha caído en la rueda del poder y hace días que no me escribe ningún whatsapp.

Cuando acabe el artículo bajaremos con Alba a la Setmana del Llibre, que es uno de estos chiringuitos que hacen mis amigos editores para disimular que ya casi nadie lee en catalán y que muy pronto, especialmente en Barcelona, nuestra lengua ya no será de uso habitual en la mayoría de ámbitos culturales, de negocio y de ocio. El panorama es este, y de este silencio que impregna los días no quedará nada que vuelva a ser rico ni pleno, porque el enemigo ya no es ufano ni soberbio; simplemente disfruta con hacer algún chiste sobre nosotros de vez en cuando para animar las sobremesas. Pero la nación subsiste, solo faltaría. Y la lengua resiste en aquello más íntimo de mí mismo. Y mientras todo cae, curiosamente, empiezo a sentirme más poderoso que nunca. Casi me doy miedo.