Esta semana pasada, la mayoría de los podcasts yanquis que frecuento han recordado el asalto al Capitolio del 6-E con una mezcla de indignación y sadismo. Me ha hecho cierta gracia escuchar a mis queridos culturetas progres norteamericanos de Pod Save America, FiveThirtyEight Politics, Vox Conversations o The Axe Files (los recomiendo todos; la izquierda norteamericana no tiene la moralina cristiana de nuestros cupaires e incluso los más ardidos aceptan el capitalismo como la única forma de hacer funcionar el mundo) repasar la estampida de los trumpistas en la cámara legislativa haciéndose pajas mentales como si la manada cuestión y su instigador hicieran peligrar realmente la democracia más robusta del mundo con aquel intento de coup d'état pasado de banderitas y farlopa. Cuando los americanos se ponen cursis y apocalípticos, ciertamente, consiguen una cosa tan difícil y peligrosa como parecerse a los españoles.

Lo que sorprende de todo es que la mayoría de los analistas de estos excelentes programas todavía se pasen horas y horas reflexionando sobre qué mecanismos democráticos fallaron para que un bufón totalitario llegara a ocupar el Despacho Oval y movilizara una turba con el fin de revertir unos resultados electorales legítimos, pero muy pocos hayan tenido la perspicacia de notar que la autocracia de la presidencia yanqui empezó con los poderes que Bush Jr. se otorgó después de los atentados del 11-S (contando con el beneplácito de la mayoría de congresistas y senadores más izquierdistas del país, dicho sea de paso), unas prerrogativas que dotaban al soberano del mundo de poderes ejecutivos casi ilimitados, propios de un estado de excepción o de alarma normalizada, y de los cuales ninguno de los sucesores de W. a la presidencia, incluido el Nobel de la Paz Obama, han querido prescindir cuando acariciaban la trona.

La cuestión, aquí y en los EE.UU., no es si la democracia como sistema está en peligro, sino hasta qué punto la ciudadanía estará dispuesta a sacrificar el bienestar mínimo y la apatía del sistema actual con el fin de encontrar alternativas viables

La historia (y la política) conforman un curioso boomerang que siempre devuelve la putrefacción. Después de toda cuanta metafísica de pacotilla sobre si los EE.UU. están en las puertas de una guerra civil y del ocaso del sistema democrático, la gracia de todo es que Joe Biden podría acabar enfriando los procesos acusatorios contra su antecesor no sólo para evitar que los trumpistas le roben la cartera en las próximas elecciones, sino sobre todo para no manchar todavía más la imagen de una presidencia de poder omnívoro que cada día se va más al traste. Con el enfriamiento de los conflictos mundiales ―para dominar Europa, Putin no necesita tanques, sino gente con pasta comprando propiedades en el Eixample― el viejo poder democrático sufre una crisis de símbolos que lo justifiquen. A Biden y a los progres americanos no les da miedo el fin de la democracia, sino que Trump vuelva a ser presidente sin necesitar ni Twitter.

Tampoco es casualidad que el mundo podcastiano yanqui esté lleno de productos que buscan el aire contestatario y el retorno de una democracia más activa lejos de los partidos, todo filtrado en el regurgitar de las luchas raciales o feministas que se iniciaron en los noventa (escuchad los magníficos Resistance, Southlake o Floodlines) y que se empeñan por un cambio de sistema político que no se acaba de dibujar, más allá de deseos igualitarios abstractos. En Catalunya la cosa se entronca con todo esto con matices; los catalanes tenemos la pulsión de enmendar las estructuras del autonomismo, no desde la nostalgia de un poder perdido (la actual administración muestra sin complejos que vive de y por las migajas y lo ha hecho todo con el fin de hacer olvidar o prostituir el 1-O), sino para devolver a la fuerza de un referéndum que sigue siendo inspirador, pues resulta muy difícil encontrar un equivalente de estallido democrático como este en la Europa más reciente.

La cuestión, aquí y en los EE.UU., no es si la democracia como sistema está en peligro, sino hasta qué punto la ciudadanía estará dispuesta a sacrificar el bienestar mínimo y la apatía del sistema actual con el fin de encontrar alternativas viables. Dicho en plata y aplicado a la tribu, hasta qué punto tendremos la valentía de sobrevolar el humo de la pax neoautonómica y su sistema de pequeñez moral (y de censura, decíamos ayer) para imponer de nuevo acontecimientos de altísima porosidad democrática como el 1-O. Antes que la democracia, como pasa siempre, lo que está en crisis es el espíritu democrático y la valentía de los ciudadanos que lo tienen que defender, cueste lo que cueste. De momento, el resistencialismo catalán se afirma en no aceptar trigo cuando hay que decir blat. Por algo se empieza...