El sueño húmedo de cualquier régimen totalitario se hace realidad cuando la propia ciudadanía ejerce la tarea represiva con mucha más maña que los aparatos policiales o judiciales tramados por el poder. De hecho, el autoritarismo triunfa de verdad cuando llegas a temer de una forma muy parecida al Führer que te destroza la vida y al vecino de la puerta del lado; es decir, cuando cualquier conciudadano se erige como un hipotético delator de tu actividad política. Para establecer un clima en que la delación campe a sus anchas, los mecanismos coactivos estatales han operado con un manual recurrente que tiene dos tramas básicas: primero, promover una despersonalización del otro (que desde hace semanas ha pasado de ser "conciudadano" a definirse como "fuente hipotética de contagio") y después, como derivada, generar un clima de desconfianza global que pretende erigir el estado como única entidad responsable.

Para acojonar a una sociedad, pues, basta una buena red de chivatos y convertir a cada ciudadano en un delator de sofá que pueda hacerte el trabajo sucio cuando los tuyos no llegan. En las sociedades masificadas el hecho se radicaliza: no existen ciudadanos que cumplan la norma y díscolos que se la salten, porque la desconfianza con todo dios ya es el punto de partida. Eso pasó, si os fijáis, el pasado fin de semana cuando —del mismo modo que por Sant Jordi conocemos la tiranía "de los más vendidos" el día antes de la fiesta— sobre las doce del mediodía había muchísima presión para concluir tajantemente que eso de haber permitido salir los chiquillos a la calle había sido una mala idea. La fuente de esta afirmación no eran los habituales epidemiólogos de sofá, sino una nueva hornada de fotoperiodistas de sofá que, con dos o tres instantáneas, ya regalaban carnés de responsabilidad moral y urbanidad.

Contra la delación siempre está el remedio de una comunidad de hombres singulares, empáticos en la diferencia y que disfruten de no saber dónde están los otros

Sabemos desde el inicio del arte fotográfico que la captación de un instante siempre esconde la voluntad de explicar un relato. Eso es tan sabido que explicarlo ya da un poco de vergüenza: lo que más me interesa recalcar es esta nueva tendencia, que no es hija exclusiva del coronavirus, a partir de la cual la sociedad disfruta haciendo de delatora de ella misma. Es decir, para escribirlo con menos pedantería, me preocupa cuando los ciudadanos se juzgan a ellos mismos de inútiles o de incapaces antes de conocer el resultado de sus actos. Esta es una forma todavía más bestia de ejercer la delación, porque el poder ya casi no interviene. Basta con una foto en la que parece que la Mar Bella sea la Boqueria en rush hour para que sea la propia parroquia quien, con la ayuda de Twitter y hermanos, se salte a la propia yugular para acusarse a ella misma de irresponsable. ¿Ves? Si es que no se nos puede dejar solos.

A finales de año pasado, los compañeros de Club Editor tuvieron la buena idea de editar El castillo de Fran Kafka en la versión más fidedigna del autor y con una traducción catalana de Joan Ferrarons que es una auténtica delicia. Recuperad (¡y leed!) este oportunísimo libro en que el autor de Praga hila genialmente la metáfora de la sociedad en que totalitarismo y burocracia llegan a la hermandad en un régimen de observación y control que ya no precisa de espías, informadores y agentes secretos, sino de un clima general de desconfianza y la asunción consciente de la desvinculación absoluta entre el poder y la ciudadanía. ¿Quién es el nuevo ciudadano, en esta novela? Pues, básicamente, no el que vive allí, el que actúa, sino primordialmente quien observa al otro y puede geolocalizar constantemente la existencia:

—¿Conoces a Friedrich? —preguntó.

K. hizo como que no.

—Pero él lo conoce a usted —dijo el señor sonriente.

K. asintió. Gente que lo conociera no faltaba, era uno de los principales obstáculos en su camino.

Como el escritor hila muy bien, cuando la ciudadanía se basa en el hecho de poder-ser-reconocido, estamos en el punto inmediatamente anterior a que la libre acción del individuo se castre por sistema. Cuando este comportamiento se radicaliza, insisto, es el todo mismo de la sociedad que acaba viviendo tranquilo en esta especie de inacción somnolienta que El castillo describe de una forma genial y que se adapta como un guante a esta horripilante "nueva normalidad" que se me anticipa tan nefasta. Ya hemos caído en la tentación de ser epidemiólogos amateurs; espero que la desconfianza normalizada no nos convierta muy pronto en delatores profesionales, una tarea que, especialmente, también se puede hacer desde el sofá con el único incentivo de ensañarse con la propia miseria. Contra la delación siempre está el remedio de una comunidad de hombres singulares, empáticos en la diferencia y que disfruten de no saber dónde están los otros.