Después de su apurada transformación en el PDeCAT y de superar, si hacemos caso a las encuestas, el peligro de convertirse en una formación marginal en el futuro Parlament, Convergència es ahora un partido que fía todas sus esperanzas de subsistencia en la figura de Carles Puigdemont. La política nos regala transformaciones bien curiosas: si hace sólo un año el Molt Honorable 130 vivía una relación más bien enajenada y tibia con el partido en el que milita, en la actualidad —irónicamente, desde el exilio y con la amenaza de la prisión latente— podemos decir que Convergència (o aquello que queda del partido) sólo tiene a Puigdemont como referente y guía. De hecho, la cosa es todavía más barroca: si Puigdemont gana las elecciones y retorna al país, se puede dar la curiosa situación de ver que la primera fuerza del Parlament catalán tenga a su cabeza de lista y presidenciable en la prisión y a la mayoría de sus antiguos consellers bajo la amenaza nada despreciable de volver a la trena si se portan mal.

Que la mujer fuerte de Puigdemont, Elsa Artadi, se diera de baja del PDeCAT justo antes de pilotar la campaña del president desde Bruselas y que Marta Pascal no haya querido (o podido) entrar en la lista del president marca una tensión bastante patente entre el núcleo duro del war room del Molt Honorable y aquello que tenía que ser la "nueva Convergència", siempre con la vieja guardia masista vigilando el rumbo. Gane o no las elecciones, Puigdemont se verá pilotando las riendas de un grupo parlamentario donde se puede dar el caso de que no quede ni un peso pesado de su partido. En caso de quedar segunda o tercera fuerza política del Parlament, todavía hay más lío: ¿cómo se comandará una lista que se ha hecho sin Convergència y su última razón de ser? Y todavía más: ¿cómo subsistirá el PDeCAT, antiguo partido hegemónico de centro, sin ninguna de sus caras visibles en la cámara catalana?

Conozco a muchos militantes de la antigua Convergència que se enfadaron de lo lindo cuando Puigdemont hizo la lista de Junts per Catalunya no ya sin incluirlos sino sin ni pedirles opinión

Una de las muchas incógnitas del 21-D es saber si estas cuestiones que ahora propongo harán decantar muchos votantes moderados de Convergència a la opción Iceta, lo cual daría todo el sentido del mundo al fichaje de Espadaler y compañía como reclamo de los electores más tibios del catalanismo (si es que ser catalán españolista, hoy en día y después de las porras del 1-O, se puede tildar de algo juicioso). Sin embargo, una vez pasadas las elecciones, y con el PDeCAT totalmente ausente de la política parlamentaria catalana, se impondría la hipótesis de pensar que el partido de Mas, Munté Pascal y Bonvehí (¡alguno de ellos ni los hemos oído en campaña!) podría ocurrir una especie de formación puente hacia un nuevo invento que aglutine el centro-derecha catalán. Con Puigdemont y Mas cada vez más desubicados después del 21-D, este espacio no tiene —aparentemente— ningún timonel jefe a la espera.

Conozco a muchos militantes de la antigua Convergència, que han aguantado el partido en zonas donde el voto españolista era fuerte, que se enfadaron de lo lindo cuando Puigdemont hizo la lista de Junts per Catalunya no ya sin incluirlos sino sin ni pedirles opinión. Esta es una candidatura que el Molt Honorable 130 ha hecho por teléfono y con su equipo repleto de independientes, un grupo que puede tener bastantes escaños pero que —a solas— no puede hacer frente a las demandas (y gastos) que representa convertirse en una formación política sólida. Quien sabe si, en el futuro, admiraremos una lucha bastante curiosa entre los juntistes y aquello que quede de los convergents, si es que alguien todavía osa definirse políticamente con este término. El núcleo duro de Puigdemont cree que la sola presencia del president en el cartel desvanece todas estas dudas. El problema, insisto, aparece si no puede volver a casa.

¿Qué queda de Convergència? Hoy por hoy, diría que sólo una sombra que se aferra a la gente que, en el fondo, quiere huir.