Esta crisis del coronavirus que nos esforzamos tanto por fingir que sufrimos es una chiquillada de niños mimados muy del primer mundo y la prueba más evidente de ello es que nuestro confinamiento Netflix tendrá un final incierto pero cercano, que sabemos del cierto que se estabilizará la propagación del virus en la mayoría del planeta y que la medicina podrá curar sus derivadas neumónicas sin despeinarse en exceso. No frivolizo con los muertos, con las familias que han tenido que despedir a un ser querido por vía telefónica, ni con el esfuerzo titánico de doctoras y enfermeros para afrontar la pandemia. Pero cualquiera de las situaciones personales derivadas de esta crisis, hasta la peor hipótesis, son infinitamente mejores que una gran parte de los problemas a los que tuvieron que hacer frente las generaciones de abuelos y padres que nos han precedido.

Si preguntase a mis abuelos Alfons, Lola, Pilar y José Joaquín (nacidos en 1918, 1924, 1916 y 1910, respectivamente y Dios los tenga en su gloria) cuál fue su peor experiencia histórica y vital, sus respuestas incluirían seguramente conflictos armados entre vecinos, de gran crueldad, escenas de hambruna, separación entre amigos, acoso y sumisión de género difíciles de imaginar en la actualidad y una existencia donde el estado del bienestar se incluyó muy tarde en su diccionario particular. Si lo repitiera con mis padres Jaume y Cinta (nacidos en 1947 y 1949, y que vivan muchos años), los recuerdos pasarían por una juventud castrada por la dictadura y sus conocidas privaciones y una forzada madurez todavía marcada por el reto de conquistar derechos tan básicos como el votar o divorciarse. Entre sufrir esto y un confinamiento Netflix de inaudito bienestar, me quedo con el virus.

Que hoy puedas pensar si celebrarás el final de todo esto con sushi o pizza indica que el mundo de hoy es menos trágico de lo que nos esforzamos por pintar

Vivimos en un mundo absurdo, donde las injusticias del pasado regurgitan y en el que los derechos peligran. Servidor (1979, y que tampoco dure mucho más de lo necesario) presenció como caían las Torres Gemelas, ha sufrido viendo a la bofia enemiga cascando a los vecinos el 1-O y cuando unos cretinos decidieron que el sentido de su vida pasaba por atropellar a indefensos en la Rambla, y seguramente está a punto de zambullirse en un mundo en el que el precariado y el autoritarismo rebrotarán. Pero, cariño mío, no te me quejes de tener que estar dos, tres o si hace falta doce semanas teletrabajando en casa, haciendo flexiones y abdominales en el lavabo, ejercitándote en el arte del home schooling con los plastas de tus niños y peleándote con Meritxell porque estáis acostumbrados a tener una-relación-donde-nos-damos-mucho-espacio-¿sabes?, porque si esto es una crisis, ya la firmo.

El hecho de no haber vivido una guerra o ciertas privaciones no nos hace mejores ni peores que nuestros ancestros, porque cada generación tiene el derecho inalienable de regirse por los estándares morales que delibere. Pero nuestros parámetros (éticos, económicos y sociales) se han urdido en un contexto histórico que ha hecho posible que escoger entre acabar Better Call Saul o zamparse la enorme traducción de la Ilíada que se acaba de cascar Pau Sabaté sea un dilema moral que te enturbie la tarde. Que hoy puedas pensar si celebrarás el final de todo esto con sushi o pizza indica que el mundo de hoy es menos trágico de lo que nos esforzamos por pintar. Si has perdido a un ser querido o me lees tras un turno de días en un hospital, justamente irado por no poder a todos tus pacientes, entiendo que te enfades. Pero, mal te pese, tu ira es también muy de primer mundo.

Aunque te duela, gózala.