Anticipándose al debate de la post-verdad (y su correlato periodístico del mundo de las fake news), el filósofo Harry G. Frankfurt publicó On Bullshit (2005), un best-seller filosófico mundial que tenía como doble objetivo intentar averiguar por qué en el Occidente educado y desvelado subsistía el mundo del palique y de la farsa y, a su vez, si el universo de la fabulación y la mandanga podía equipararse en el ámbito tradicional de la mentira. De hecho, la mayoría de traductores del mundo, incluido el español, versionaron el papel del autor norteamericano como Sobre la mentira, cuando la palabra inglesa bullshit acostumbra a denominar un discurso no susceptible de ser falseable, sino más bien el proceder del retórico de quién quiere venderte cualquier cosa a través del blablablá y la camama. Los argentinos, filósofos por naturaleza, tienen incluso un nombre particular para referirse a la táctica verbal del triler: la sanata.

Las conclusiones de Frankfurt, en un ensayo muy poco incisivo, eran bastante preocupantes. Mientras el mentiroso, aducía el pensador, tiene por naturaleza una relación dialógica con la verdad (la conoce para esconderla a dretcient), el bullshitter, el camelador, el fabulador, etcétera, es alguien que no se encuentra ni al lado de la verdad ni de la mentira, porque sólo le interesa primordialmente convencerte de alguna cosa: si la realidad se adhiere o no a aquello que te quiere vender, eso le es indiferente. Para decirlo rápido y mal, el bullshitter tendría la misma actitud que el escritor, es decir, le interesaría engastarte a un mundo o a una idea, pero ahorrándose el pacto tácito que hay entre literato y lector según el cual el lenguaje del primero remite en un mundo imaginario. Tenemos un ejemplo bien claro en Artur Mas, quien hace poco decía que eso de declarar la independencia en dieciocho meses había sido fruto de una "exageración."

Hay muchos teóricos según los cuales la aparición de este discurso fabulador en la política se escuda en una sociedad escéptica y post-moderna para la cual la verdad ya no tendría mucho sentido. Pero yo diría que la cosa es más compleja, caro la nuestra no es una época más escéptica o descreída que ninguna otra, sino marcada por un individualismo exacerbado donde la ficción forma parte de la vida de los individuos. Todavía, aunque nos pese, somos en la época del self-made y del marketing donde no importa mucho aquello que seamos sino el relato que hacemos de nuestra formación o vivencia, una narración que a menudo es tan exagerada como las historias sobre los viajes de bodas que explican los reciente casados, con su dosis de aventuras y anécdotas espantosas. De hecho, la clave de todo consistiría en saber si la mayoría de humanos occidentales podrían llegar a renunciar a esta parte ficcional de su ser.

El fenómeno Cifuentes se explica precisamente desde esta perspectiva y a partir de una sociedad que presiona políticos y trabajadores para acumular titulaciones y méritos nominales, más allá si les sirven o no para el un cargo determinado. De hecho, a pesar de las falsificaciones manifestadas en el master de la señora Cifuentes, yo creo que si le preguntáramos a la presidenta de la Comunidad de Madrid si ella cree tener un master, la política del PP respondería sin duda que sí. Más allá de pedirle responsabilidad, cosa que toca, sólo faltaría, también sería oportuno preguntarse si la política de este año podría aguantarse un solo minuto sin su dosis oportuna de bullshitters. Pensad en el proceso, sin ir más lejos: si ahora todos los políticos nos dijeran la verdad sobre todo lo que ha pasado los últimos meses acabaríamos todos con un cubrimiento de corazón o nos caeríamos víctimas de una depresión de caballo.

Es mejor seguir fingiendo, en definitiva, que todos nuestros políticos tenían un master de estrategia y de jugada maestra cursado en la universidad de Harvard. La ficción, como veis, está muy bien repartida en todos los barrios.