Maria Eugènia Gay, Ada Colau y Roger Torrent comparten la exacta y trigémina voluntad de olvidar el debate sobre la independencia y la prisa para investir a una administración autonomista de toda la vida. Como pasa siempre, aquí cada folclórica se dirige a su público: por eso la decana de las togas barcelonesas hace ver que se enfurece mucho con el presidente del Parlament (cuando este acusa a algunos de sus compañeros de prevaricar), la alcaldesa evita saludar públicamente a Felipe VI apelando a las heridas de los barceloneses el 1-O, y Torrent finge músculo de independentista inmoderado, recordando a los presos políticos delante de algunos de sus hipotéticos carceleros. Olvidemos por un momento quién tiene razón, qué postura os parece más coherente y sólida. Lo importante de todo es que, hoy por hoy, estos tres personajes se afanan por una sola cosa: formar un gobierno legal y español.

Nos espera una época sobrecargada de símbolos, donde tal persona no saludará a la otra en aquella recepción, donde la autoridad catalana de turno intentará provocar al ministro del PP con un discurso encendido cuando se inaugure aquel tramo de autopista en cuestión, y así iremos engordando telediarios rebosantes de ausencias, malas caras y suma y sigue. La cosa es ciertamente cómica porque al final, muy a la catalana manera, después de las ausencias y de los discursos, nuestras autoridades siempre acaban cenando en la mesa de España. Así hizo el presidente Torrent en el Il·lustre Col·legi d’Advocats de Barcelona y también la híper-alcaldesa de Barcelona en el Palau de la Música Catalana, donde cada día de Sant Esteve se canta El Cant de la Senyera entre esteladas pero, cuando llega el monarca, todo el mundo se cuadra encantadísimo. Así es nuestro país, pacientísimos lectores: mucho simbolismo, pero lo importante es alquilar la sala.

Rajoy y sus sucesores estarán encantados de convivir con una generación de políticos que hacen mala cara pero que les acaban obedeciendo a pie juntillas

Después de más de un lustro de procés, qué cosas tiene la vida, volveremos a sacar el catalán enfadado del armario (su inventor estará encantadísimo del revival) y continuaremos con aquello tan pujolista de alimentarnos de gestos. Si Felipe y Aznar toleraron el nacionalismo de Pujol fue porque sabían que era inofensivo (también porque su nivel de corrupción era tolerable en tiempo de bonanza), Rajoy y sus sucesores estarán encantados de convivir con una generación de políticos que hacen mala cara pero que les acaban obedeciendo a pis juntillas. De hecho, en España también le va bastante bien la existencia de políticos en el exilio, porque a cada día que pase, se manifestará más la diferencia entre la libertad exterior de Puigdemont y Gabriel y la constricción permanente de los políticos que vivan en la plaza Sant Jaume. El exilio, ya lo veréis, todavía hará más dura la vida de los que se hayan quedado a vivir la represión.

Lo dijo muy bien Rubalcaba: el Estado estará dispuesto a hacer cualquier cosa con el fin de evitar la independencia de Catalunya. Hasta que nosotros no podamos afirmar lo mismo, lo único que nos espera son cenas simbólicas, malas caras simbólicas, plantones de besamanos simbólicos, discursos, investiduras y presidencias simbólicas, métele símbolo desde el desayuno a la noche. Muy pronto, incluso nosotros mismos nos consideraremos un símbolo de aquello que habríamos podido ser. Cuando nos miremos al espejo, por desgracia, sólo veremos literatura. Mala, faltaría más.