Conocí a Quim Torra hará poco más de una década, cuando el 131 publicó El nostre heroi Josep Pla de Enric Vila en su editorial A Contra Vent. En este libro que el tiempo (y los fragmentos dispersos del escritor ampurdanés reunidos en el volumen Fer-se totes les il·lusions possibles) ha convertido en un clásico, Enric aprovechaba la vida y sabiduría planianas para advertirnos de todos los peligros y taras con que podíamos acabar chocando si nos dormíamos en el vómito de una Catalunya autonómica con la libertad castrada. En aquellos momentos, a Enric a todo el mundo lo tomaba por tarado y a Quim te lo pintaban como una especie de separatista freak que abandonó la empresa para dedicarse a publicar noucentistas, mientras escribía artículos indepes en el semanario El Matí, y soñaba convertir el espacio convergente en una especie de Acció Catalana adaptada al nuevo presente histórico.

Pasaron los años, y mientras el procesismo iba trufando Catalunya con su moral de esclavo, Artur Mas nos iba colando todas sus medias verdades de trilero, y todas y cada una de las predicciones de Enric Vila se descubrían como ciertas, la vida me hacía coincidir muy a menudo con Quim, que seguía publicando los libros de mis amigos y de los escritores que más apreciaba. Torra era un ferviente seguidor de mi blog La Torre de les Hores, y más de una vez habíamos hablado de publicar una selección de textos en la editorial. A Quim era muy difícil no quererlo, por su aire educadísimo de tendero catalán filtrado con maneras suizas y aquel gesto tan suyo (que le brotaba del rostro cuando criticaba la tibiez de los políticos catalanes con Madrit) consistente en fruncir todos los rincones de la cara para hacerlos implosionar en una especie de risa que se acercaba peligrosamente al llanto.

Este es un gesto que le he visto muchas veces, a mi amigo Torra. Cuando Artur Mas prometía plebiscitarias que no lo acababan de ser, cuando Puigdemont convocaba referéndums que no acaba de aplicar nunca y cuando, en definitiva, los líderes de la tribu jugaban la carta de hacerse los aprendices de Companys para acabar salvando su ego y dejando a la gente en la estacada, siempre se podía conversar del tema con Quim, hacer unos jijis contra el procesismo y ver como salvaba cualquier contrariedad así, apretando el rostro en aquella mixtura tan curiosa de gesto deprecatorio, risible y lacrimal. En aquellos tiempos era una cara que sólo le conocíamos amigos, conocidos y saludados. Ahora la mueca que a mí siempre me enternecería, en la versión presidencial, es un rostro familiar que cada uno de vosotros tiene en la memoria.

Cuando lo hicieron president, Quim sabía perfectamente que la independencia no es algo que nos impida Madrit, sino que la secesión tiene como muro el sistema autonómico, una economía de migajas que ha entretenido a las élites políticas y económicas del país con cuatro reales que se reparten dos o tres cabecillas. Quim sabía también que España sólo podía frenar la autodeterminación del país a través de los tribunales, de la violencia (a saber, de la pasma y el ejército) o, como había hecho siempre y con una gran efectividad, comprando la voluntad de los líderes catalanes. De entre todos los diputados del Parlament, de hecho, quien mejor y con más certeza sabía todo eso que os cuento, porque lo había leído y lo había publicado, era  Quim Torra i Pla. Como president lo podríamos acusar de cobarde, pero nunca de no saberse la peli.

La Catalunya de Quim Torra es el punto final de un proceso a ninguna parte que ha acabado convirtiendo el independentismo en un simple acto de fe, de la tribu que ya no se cree ni sus propios anhelos y que vive contenta con una reprimenda del amo para poder llorar y torturarse la existencia

Poco tiempo después de ser investido, con Quim (y algún articulista más que él definía como "los míos") fuimos a comer a Palau. Nosotros le dijimos que, conscientes de que Junts pel Sí (es decir, la Convergència y la Esquerra de toda la vida) se había convertido en un instrumento inservible de cara a hacer la independencia, él tenía la opción privilegiada de decírselo a los electores catalanes desde la presidencia, matar la sombra de Mas y de Puigdemont, y encabezar desde la plaza Sant Jaume un nuevo movimiento que renovara el secesionismo, lo acabara de vaciar de todos los tics falsarios del procés y se dedicara, por primera vez en los últimos diez años, a no tomar el pelo a la gente ni a tratarla como deficiente mental. Quim nos dio la razón en todo, pero entre trago y trago de ratafía, repetía aquel gesto tan suyo, encogiendo la nariz hacia el plato y haciendo ver que miraba desconcertado al horizonte.

Pensaba y pienso lo mismo que cavilaba en aquella comida en Canonges. Quim habría podido aprovechar su presidencia, aparentemente vicaria y con el tono freak que siempre lo había acompañado, para decir a los electores que habían puesto la cara el 1-O que con esta élite independentista no llegaríamos ni a la ronda de Dalt. Si hubiera abandonado su gesto de lloriquear, si hubiera creído de verdad que él presidía lo que decía presidir, Torra habría tenido la fuerza para hacerlo, y la gente lo hubiera seguido y creído porque habría visto que se dejaba la piel en sus convicciones sin hacerles perder el tiempo. Pero ya sabéis cómo ha acabado la cosa: Torra no ha querido nunca explicar la verdad, se ha limitado a hablar del derecho de autodeterminación como si estuviera en una reunión de Òmnium y se ha inventado solito una desobediencia playmobil colgando fuera de horas una pancartita para que la justicia española lo inhabilitara.

Quim, mi Quim, sabía y sabe perfectamente que la libertad no necesita ningún martirologio, y sabía y sabe perfectamente que España no ha hecho nada para apartarlo de una presidencia de la cual se ha largado solito. Gracias a la judicatura española, Quim podrá quedar como un mártir espumoso ante los abuelos del país, que lo aclamarán cuando viaje cargado de sus libros para hacer caja por los rincones de los Països Catalans cagándose en el sistema autonómico. Este será el mismo sistema que le garantizará una jubilación de oro, con coche oficial, pensión más que se digna y despachito presidencial, un retiro de virrey que no había soñado en su vida. Quim, en definitiva, se volverá todo lo que él mismo nos había dicho que odiaba y repudiaba cuando lo conocimos y, si ahora volviera a escribir artículos, firmaría todas y cada una de las palabras que os escribo mientras hace aquella mueca suya del llanto y se troncha de risa.

La Catalunya de Quim Torra es el punto final de un proceso a ninguna parte que ha acabado convirtiendo el independentismo en un simple acto de fe, de la tribu que ya no se cree ni sus propios anhelos y que vive contenta con una reprimenda del amo para poder llorar y torturarse la existencia. Esta Catalunya era la que Quim siempre había llorado, contra la cual había editado todos sus libros y el país que repudiaba cuando, todavía amigos, comíamos de vez en cuando suspirando que algún líder o movimiento político nos la sacara del encima. Me gustaría que nos volviéramos a ver, querido 131, porque estoy seguro de que cuando te diga todo esto a la cara me regalarás de nuevo tu rostro tan entrañable y llorón, como si el fraude de estos años de presidencia no fueran contigo y el inquilino de Sant Jaume hubiera sido otra persona y la culpa de todo fuera de los partidos catalanes y de su miseria.

Veámonos algún día, querido Quim, y critiquemos este 131 que nos ha hecho perder tanto tiempo y nos ha vuelto a poner la miel en los labios para, finalmente, ofrecernos sólo una salvación personal bien escasa. Tengo ganas, de verdad. Ah, y tienes toda la razón del mundo. Reanudamos la idea de publicar alguna selección de mis artículos, porque dejarlos al albedrío de la red sería un pecado. Este de hoy lo pondremos seguro, que es de aquellos que hacen época, digno de antología. ¿No te sabe mal, verdad, amigo?