No es ninguna casualidad que, días antes de que la burocracia europea contrarrestara la agresión rusa contra Ucrania con sanciones económicas a los amiguis de Putin, el mundo de la música y del deporte iniciara un boicot a la actuación de artistas y de atletas rusos en los escenarios y estadios de todo el planeta. Escribo que la reacción es comprensible, pues estas dos actividades humanas son hijas predilectas de la política (los cantos y el ejercitarse en comunidad son la base de la ciudad griega), pero también porque el boicot a los rusos de la mayoría de organismos deportivos internacionales, también de coliseos operísticos y de salas de concierto, explicitan más que nada la sopa de cinismo que empantana la identidad europea, una doble y triple moral que, aparte de justificar el olimpismo de la barra putiniana a la hora de saltarse la ley, nos regala un retrato de la imperfecta democracia del Viejo Continente.

A mí me hace una gracia relativa ver como la mayoría de federaciones internacionales expulsan a los atletas rusos de los Juegos Olímpicos, incluso los que acogen los espectáculos de tullidos, mientras todo dios enarbola banderas blancas para acto seguido disparar la pistola de grandes premios que se celebran en países tan respetuosos con los derechos de la humanidad (también de los obreros y de las hembras) como Qatar. A su vez, también es risible que los auditorios del mundo y el universo de la cultura en general (hace cuatro días, todos los cursis del universo se manifestaban a favor de la libertad de expresión y de creencias) ahora hagan ascos a las actuaciones del director de orquesta Valery Gergiev o de la soprano Anna Netrebko debido a su amistad personal con Vladímir; relación y los favores del cual, en estos dos casos, se sabían de hace lustros y no les parecía tan moralmente reprobable ni monstruoso.

Todo esto del deporte y la música nos indica que, más allá de una guerra con Rusia o Putin, Europa está en medio de una batalla consigo misma sobre los grados de hipocresía y de cinismo que puede aguantar el Viejo Continente

Resulta amargamente divertido comprobar cómo todo un sistema cultural de Occidente y europeo ha alimentado al cerdo de Putin (y a muchos países que abrazan indisimuladamente el islamofascismo) y ahora todo dios se hace el pureta porque la señora Netrebko no acaba de condenar del todo la guerra en su cuenta de Instagram. A mí, que soy una extraña especie de liberal que incluso lo es en un mundo tan tronado como el de la cultura, que una institución pública contrate al maestro Gergiev o a la cantante Netrebko me parece fenomenal; si no les sabe mal a los moralistas, mi presencia en su ópera o concierto la escogeré yo mismo. No necesito a ningún conseller de Cultura ni ningún director artístico que se me agarre de la oreja y, con El cant dels ocells de hilo musical (por cierto; ¡es un puto villancico, no un himno pacifista!), me diga qué tengo que escuchar o dejar de contemplar y ni mucho menos con qué estado espiritual.

Lo mismo, exactamente, pasa con el deporte. Lejos de echar a los atletas rusos de las competiciones internacionales (y que las federaciones deportivas hagan de jueces morales sobre cómo cada jugador o entrenador se ha relacionado con el poder de Putin para hacer carrera; dejemos que eso lo expliquen los periodistas y los historiadores), diría que la mejor manera de contribuir a un marco de competencia sin agresiones es justamente favorecer que rusos y ucranianos jueguen en una misma pista con un árbitro imparcial que les pite las faltas. ¿Queréis una imagen de paz que ataque directamente el conflicto? Pues dejad que dos esgrimistas o yudokas de los países en guerra echen un asalto a quince tocados o se agarren de los kimonos mientras un juez cavila si se exceden en el cuerpo a cuerpo o utilizan una torta poco reglamentaria. ¿Queremos imponer paz y civilización? Ningún problema: pero nunca con la exclusión.

Todo esto del deporte y la música nos indica que, más allá de una guerra con Rusia o Putin, Europa está en medio de una batalla consigo misma sobre los grados de hipocresía y de cinismo que puede aguantar el Viejo Continente. Europa se ha pasado muchos años silbando la cancioncilla del no-sabe-no-contesta con la Rusia de Putin; por mucho que se apresure en hacerse la ofendida, tendría de currarse mucho más la libertad interior que no la paz mundial. Así que dejad de imitar a Vladímir, que para eso ya tenemos al original, y permitid que los deportistas hagan su trabajo. También los músicos. Y servidor ya decidirá si quiere ir a ver un bolo del maestro Gergiev preparado con un ensayo a toda prisa el mismo día o si quiere torturarse el tímpano con la clueca de la Netrebko, a quien recomiendo este (espero que) breve parón en su carrera para apuntarse a un curso de afinación. Nunca es tarde para reciclarse, querida.

La libertad se consigue siempre con más libertad. Nunca con exclusión, ni mucho menos con censura. Cosas básicas. Muy básicas.