Desde el aterrizaje en el neoautonomismo, los catalanes y la mayoría de los medios de la tribu se gustan estresándose en debates de tres al cuarto que, aparte de excitar la tertulia y el ejército tuitero, sirven sólo para evitar las cuestiones de fondo. Así pasa con el asunto de la candidatura por los Juegos Olímpicos de Invierno 2030 en Barcelona, Pirineos, Aragón y tutti quanti; la tribu lleva semanas cavilando al estilo contestatario de los noventa sobre si la efeméride será buena para el territorio y las inversiones en infraestructuras devolverán la pasta que nos dejaremos en forma de turistas. La cosa ha servido para tensar las relaciones con la administración de Javier Lambán y la comunistada nacional ha aprovechado la posible efeméride para poner los Juegos en el cajón de la ampliación de El Prat, del proyecto Hard Rock de un centro Recreativo y Turístico de Vilaseca-Salou, y de todo aquello que pueda contabilizarse con billetes.

Palique innecesario, ruido de fondo, guerra de cluecas y armas de distracción masiva que esconden la verdad que no nos queremos confesar: actualmente, Barcelona se encuentra lejísimos de aspirar a ser sede de unos Juegos Olímpicos, ya sea de verano, invierno, primavera, otoño o de veranillo de San Martín. Los Juegos del 92 fueron hijos de la ambición política de unos hombres como Samaranch, Serra, Maragall, Pujol y González, unos líderes que, con todas las manchas biográficas y a pesar de todas las diferencias políticas que queramos encontrar, tenían el listón de la imaginación, de la inteligencia y, sobre todo, un sentido del poder que es inalcanzable para cualquiera de los eunucos que gobierna el actual Ayuntamiento o la Generalitat. A pesar de sus diferencias ―y pon todos “Arriba España”, todos los 3% y todos los GAL que quieras― su aspiración era competir con las naciones más ricas y desveladas del mundo y modernizar su país.

Barcelona, aunque nos pese, no entra en el top 25 de ninguna categoría de negocio u ocio entre las grandes ciudades del planeta

En Barcelona y en Catalunya, políticamente, ya hace tiempo que ha ganado el colauismo. Y cuando escribo esta palabra me refiero a algo de mayor alcance (y desdichadamente persistente) que la presencia de Colau en la plaza Sant Jaume. La capital de nuestro país se gusta yendo de pobre por el mundo, ya hace demasiado tiempo que señalamos con el dedo a la gente que tiene ambición, que la freímos a impuestos y sospechamos que todo aquel que haya hecho un poco de cash es un cabronazo o no tiene escrúpulos. La Barcelona donde crecí, gracias Pasqual, era una ciudad donde la gente reía por la calle, en la que todo era posible. Hoy nuestros héroes son los desahuciados, hemos cambiado la rumba por quitarle el polvo al Himne per no guanyar del plomo insufrible de Lluís Llach. Buscad cualquier especialidad, oficio, actividad cultural y de ocio; Barcelona, aunque nos pese, no entra en el top 25 de ninguna categoría de negocio u ocio entre las grandes ciudades del planeta.

A base de entronizar a líderes de pacotilla y rebajar el octubrismo hasta convertirlo en desobediencias de salón, los catalanes hemos olvidado que los Juegos, como cualquier pugna que se juegue entre niños grandes, se trama en despachos donde nuestra clase política no podría ni pedir hora. Barcelona no es una ciudad olímpica; pongas los Pirineos, añadas algunas montañas de los vecinos de la antigua corona, o dobles la altura de la Pica d'Estats con un truco y un chiste malo del Mag Lari. La responsabilidad, sin embargo, también es nuestra, pues así como hace treinta años todos aceptamos que Barcelona tenía que sufrir una transformación urbanística y económica radical (y por lo tanto, dolorosa y megalomaníaca) para situarse entre las primeras ciudades del planeta, ahora sufrimos por si los Juegos acabarán con la vida de las ardillas. No nos hemos hecho más sensibles; nos hemos hecho más cobardes y hemos perdido de vista el mundo.

China y Rusia han irrumpido en el juego de poder mundial sin pedir permiso y ahora Pekín ya será la primera ciudad en acoger unos Juegos de verano y unos de invierno. No quiero imitar en nada a estas dos teocracias asquerosas ni blanquear a sus jefes de estado criminales. Hablo de una ambición y del sentido de una lucha por ser los primeros, que, desengañémonos, ya no tenemos. No todo está muerto; a pesar del colauismo (un fenómeno que, por cierto, cuenta con la corresponsabilidad del independentismo nacional, empeñado en presentar negados y ancianos a la alcaldía), esta es una ciudad donde todavía sobrevive el talento, que resiste en su mediterranismo militante y utilizando una de las pocas lenguas minoritarias del mundo que no cuenta con un estado y todavía produce una literatura de primera fila. Talento y ganas de arrasar nos sobran, sólo faltaría; pero no hay nadie que lo traduzca en política, ambición y poder.

No, amigos míos. Barcelona es maravillosa, ciertamente, pero ya no es una ciudad olímpica. Quitáoslo de la cabeza.