La semana pasada, por obra y gracia de la periodista de El Punt Avui, Maria Palau, sabíamos que el filósofo Arnau Puig —único superviviente del movimiento Dau al Set, con noventa y tres primaveras a sus espaldas— había decidido conceder la gestión de su importantísimo archivo personal a la revista Bonart. La noticia, que una publicación privada gestione el inmenso legado libresco de un pensador, no superaría la anécdota si, en la entrevista correspondiente a la revelación, Puig no dijera que había ofrecido la tutela del archivo al Arxiu Nacional, al MNAC y al MACBA sin esperar ni un solo euro de compensación económica; es decir, que hasta tres instituciones del país han menospreciado la herencia escrita, epistolar y gráfica de uno de los intelectuales más importantes de esta nuestra tribu tan desagradecida con la gente que se lo curra.  

El amigo Arnau ha tenido suerte porque, de no haber gestionado personalmente la cesión del archivo en vida, le podría haber pasado como al pintor Ràfols-Casamada o a la escritora Patrícia Gabancho, que desde el más allá debieron ver entre lágrimas como su biblioteca acababa esparcida por los mercadillos y rastros de Barcelona. En este país cabe recordar cosas muy básicas, como que un archivo personal o una biblioteca no es tan importante por las singularidades que tenga (en el caso de Arnau, su colección no incluye obra gráfica de sus amigos Ponç o Tàpies) sino por el goteo de pistas que nos ofrece sobre su caminar intelectual: las obras leídas, los espacios subrayados y, en definitiva, la prueba física de cómo se va trazando un itinerario filosófico. Que los libros y los catálogos en cuestión puedan encontrarse en otros sitios es un tema menor: lo importante, en este caso, es el camino que trazan en tanto que unidad.

Chotearse del pensamiento crítico con esta falta de tacto, creedme, al final tiene consecuencias dramáticas

Al hecho ya suficientemente siniestro de este desinterés por parte de las administraciones se suma el menosprecio que las entidades culturales de la tribu siempre han tenido por la casta del pensar. Lo demuestran hecho como que Òmnium todavía no haya dedicado ni un solo Premi d’Honor a un pensador del país (en el caso de nombres como el traspasado Lluís Duch o los todavía vivísimos Xavier Rubert de Ventós, Pere Lluís Font o el propio Arnau Puig la cosa es de escándalo) o que archivos como los de nuestro Francesc Pujols se empiecen ahora a estudiar científicamente, como así merece el genio de Martorell. Todo esto que os cuento, en un país más pendiente de si Albert Rivera se queda sin amigos y en que el debate cultural se dirime entre si a uno le gusta más la coca de llardons o con crema, deben parecer cosas menores. Pero chotearse del pensamiento crítico con esta falta de tacto, creedme, al final tiene consecuencias dramáticas.

Arnau Puig siempre ha demostrado una enorme generosidad por el país y hacia los pensadores que nos hemos acercado a él para robarle un poco de sabiduría. Parecía que esto de tener un presidente diletante-humanista y una consellera catedrática nos había de regalar alguna que otra buena noticia en el ámbito cultural, pero cosas como estas te demuestran que, simplemente, en este país todo el mundo se pone la cultura en la boca pero nadie mueve el culo para salvarla. ¿De verdad no hay una sola biblioteca pública, escuela o museo que pueda acoger este legado tan importante? Bien, lo peor de todo es que a estas patrañas uno ya se acostumbra sin entristecerse, porque te acabas acostumbrando a todo. Perdónalos, Arnau, porque saben perfectamente lo que hacen. Y no te cabrees mucho, maestro, que te necesitamos muchos siglos más.