Hoy leeréis esta y otras gacetillas de El Nacional con el canelón en la garganta, teniendo que soportar las salmodias de un cuñado que se cree doctor en epidemiología, y con la seguridad de que la rotura de las burbujas de inmunidad de una comida familiar necesariamente caótica implicarán que la próxima semana se disparen los contagios de ómicron y la consecuente cadena de restricciones con el permiso del TSJC. Lo que vivimos en este presente loco es una forma radicalizada de una dinámica esencial del capitalismo, basada en la continua asunción de riesgos individuales (inversiones, empresas, aspiraciones vitales) matizadas por un estado del bienestar que nos tendría que hacer fuelle por si nos equivocamos o si las cosas van afanadas. Lo importante de este último año, el año del contagio, es que nos ha hecho darnos cuenta de la precariedad de esta red; nos pese o no, ni tenemos ni de lejos la mejor sanidad del planeta, como repetíamos satisfechos, ni somos la Dinamarca del sur ni un país del primer mundo.

La humildad sobrevenida de sabernos una tribu mucho menos rica y llena no es ninguna mala noticia, porque el realismo siempre te hace ir por el mundo con la cabeza más arreglada.

Pero con respecto al riesgo, y eso es mucho más trascendental, la explosión de la covid y el futurible mapa de un mundo donde haya estallidos virales de igual o mayor fuerza nos ha proyectado como un cohete a experimentar la "cara B" de la globalización. Como nos han contado los epidemiólogos profesionales, en un entorno de ralentizada pero todavía incesante circulación de mercancías, alimentos y personas, la inmunización de un país es un hito insostenible. El enemigo viral, contra lo que decía el presidente de España, sí que entiende de fronteras y de países, y fíjate si toca que se las saltará alegremente cuando le salga de los cascabeles. Por muchos muros que ideen los mandatarios neo-trumpistas en las fronteras, el nuevo paradigma del contagio se filtrará entre las rendijas del sistema y el aislamiento total de las naciones será totalmente quimérico.

A las crisis migratorias provocadas por el calentamiento global se sumarán, y no es ninguna ida de olla, una nuevo montón de ciudadanos del mundo que cruzarán mares y montañas buscando la promesa de un entorno menos contaminante.

Si el Mediterráneo ha sido un corredor de pateras a pesar de la crisis económica de los países europeos, el mundo de mañana verá como los no-lugares y los márgenes se convierten en un auténtico bulevar de los sin-patria. Ya hace tiempo que los países que lideran el mundo —por mucho que nos pese, la Rusia dictatorial de Putin y la China todavía más facha del comunismo— intentan comprar parcelas y puertos de los países del viejo continente para tenerlo controlado, mientras se parapetan en sociedades cada vez más totalitarias y así se aseguran la parroquia poco sublevada. Entre estos mastodontes, la supervivencia de pequeñas islas como la de nuestra tribu dependerá de si podemos urdir una sociedad más porosa, menos miedosa y con una democracia mucho más abierta.

Durante estos últimos meses, hemos comprobado cómo la administración catalana ha aprovechado la ocasión del virus para hacerse más opaca y aprovechar las restricciones de la ómicron para que sus funcionarios jueguen a hacer de serenos que cantan el juicio del ladrón antes de ir a dormir. De una forma torpe pero igualmente perniciosa, los líderes del nuevo autonomismo han aprovechado el desengaño general y el miedo que se deriva del contagio para rebajar sus ambiciones y volver a una política que quiere imitar los años del pujolismo. Eso explica todas estas campañas pornográficas para salvar el catalán (un problema de lo que servidor escribía hace solo unos cuantos meses y nadie le hacía puto caso), la necesidad de recuperar el gaznate del plomo de Lluís Llach y toda una serie de remakes que, de seguir con una tal progresión, nos obligarán pronto a volver a abrir el chiringuito del Filiprim.

El año del contagio permanente, que empieza con el virus y acaba con el desánimo de una clase política muerta, solo se puede combatir apelante en la fuerza de los individuos y la resistencia que todos juntos podemos oponer a la nueva tecnocracia que nos pretende hacer más pobres y corderitos. Acabados los canelones y hechas los abrazos, volvéis a casa y preparáis la reserva de combustible vital, que para entregarnos de esta negatividad espantosa necesitaremos mucho trabajo. Yo seguiré poniendo las palabras, faltaría más, porque son el preludio de la fuerza. Estad bien y descansad; poco, que mañana empieza la batalla, y será larga.