Preludiando la hortera celebración del Día de San Valentín, la Conselleria d’Igualtat i Feminismes tuiteó un texto en el que se decía: "Idealización, entrega sin condiciones, exclusividad, celos, sufrimiento... NO es amor. El amor ideal no existe tal y como nos lo presentan. Nos avanzamos al #14F desmontando entre todas el #AmorRomántico y sus mitos y estereotipos", texto acompañado de una bella ilustración de la periodista Júlia Bertran con un joven intencionadamente andrógino que declaraba: "si te soy fiel, no me soy fiel". Por si el conciudadano, la conciudadana y el conciudadani todavía necesitaban más pistas sobre cómo deconstruir el amor ochocentista, un segundo tuit recomendaba una selecta biografía sobre el asunto de las escritoris Maria Climent, la misma Bertran, Alba Dalmau y Brigitte Vasallo.

En un presente político putrefacto y con una élite independentista con el listón mental subterráneo, es de agradecer que la consellera (y catedrática) Tània Verge tenga la pretensión de ilustrar a la tribu con una acción tan arriesgada como hacerla leer. Lo que me sorprende, no obstante, es que el Govern necesite una conselleria para recomendar a la plebe catalana cómo tiene que amar a la costilla y que se quiera regular el amor desde las instituciones, aunque sea con una pretendida mentalidad aperturista. Entiendo que el universo tuitero no es lugar para hilar muy fino, pero diría que la toxicidad de las relaciones supuestamente amorosas no reside en el hecho de que los machos catalanes hayamos aprendido a querer leyendo a Goethe (o que las mujeres hayan agotado su estoicismo impregnándose de los personajes de Rodoreda) ni que el espíritu de un supuesto amor ideal y de fidelidad marmórea nos vuelva unos agresores.

Muchos comentaristas de Twitter respondieron rabiosa e irónicamente al tuit de la conselleria preguntando cuál era la pauta emocional que proponía la administración. La pregunta está equivocada de base, pues el tuit de la conselleri se basa justamente en una concepción del amor sin ninguna ruta ni método y en dos supuestos canónicos de la postmodernidad: primero, que para vivir una relación/emoción de una forma sana y racional, en este caso el amor, uno tiene que zambullirse en la tarea deconstructiva de averiguar todos los juegos de poder implícitos que hay en la forma heredada de amar con el fin de llegar a una zona cero supuestamente pura del amor desde donde se pueda amar desde el libre albedrío; y en segundo término, que el lenguaje emocional, la relación con los otros y, en definitiva, la afirmación del sujeto que quiere amar y ser amado no tenga ningún tipo de conexión con el sufrimiento y el dolor.

La pretensión de un amor sin herida, angustia o posesión es imposible desde el instante en que del ser amado esperamos una cierta respuesta recíproca

Este segundo punto, el de una emocionalidad sin pena (que el cursi insufrible de Byung-Chul Han ha descrito bajo la marca de "la sociedad paliativa") marca un fenómeno bastante propio de la contemporaneidad. A servidora, y lo digo sin ningún tipo de ironía, le parece fantástico que la conselleri de Igualtat i Feminismes intente ahorrarnos el dolor y los celos del amor romántico, y más todavía en un país como el nuestro en el cual la afirmación política se basa sistemáticamente en el placer de la derrota y en el sufrimiento llorica. No obstante (espero que la administración me permita sumar al pollavieja ―o, mejor dicho, el pollamuerta― de Roland Barthes y su Fragmentos de un discurso amoroso a la selecta bibliografía secundaria sobre el tema) si hay algún fenómeno que se resiste a la liberadora tarea deconstructiva y a las ansias de purificación de los pedantes, es precisamente el acto de amarnos.

Como demuestra Barthes en este libro sensacional, la pretensión de un amor sin herida, angustia o posesión es imposible desde el instante en que del ser amado esperamos una cierta respuesta recíproca. Del pensador francés nos ha quedado la que, por ahora, es la definición más perfecta del enamorado ("el enamorado es aquel que espera") y es precisamente esta espera, el sufrimiento resultante y la (mala) literatura que hacemos aquello que nos complace del amor. Al fin y al cabo, más allá de buscar una zona no contaminada por el amor, Barthes recuerda que es mucho más útil adentrarse en la riqueza lingüística de sus situaciones estresantes o en el terremoto emocional que nos provocan las infinitas distorsiones de tener que salir de nosotros mismos para ocuparnos exclusivamente de observar a quien amamos. Eso no niega la felicidad, ni nos hace más tóxicos; simplemente, nos hace mucho menos aburridos.

Hay mucha más toxicidad en esperar la mesa de diálogo de Pedro Sánchez y en gobernar en medio de la corrupción de base del autonomismo que en amar según los cánones antiguos o, en cualquier caso, en incluir alguna forma creativa de sufrimiento en el amor. Por fortuna, ni esta administración ni ningún gobierno nos hará cambiar la concepción de nuestras relaciones emocionales. Afortunadamente, cuando menos, la consellera Verge tiene la delicadeza de divertirnos un poco; la cosa no nos sale gratis, pero, a diferencia de sus compañeros de administración, la suya es una conselleria que, en el sentido más literal del mundo, tiene el ánimo de distraernos y lo hace de maravilla. Al fin y al cabo, formando parte de un Govern que se dedica sistemáticamente a no gobernar, es todo un detalle. Amemos, pues, a la conselleri. Como ella quiera, sin idealizaciones y, sobre todo, sin esperar ninguna respuesta a cambio; sólo faltaría.