Una de las normas fundamentales del arte de la guerra aconseja conocer muy bien a tu enemigo antes de entrar en batalla. Este, seguramente, ha sido el principal defecto del proceso de independencia que ha derivado en la presente neoautonomía. No pienso solo en el error de infravalorar las capacidades represoras de España cuando esta ve amenazada su integridad territorial (policiales, judiciales, etc.), sino también en la idea post-21-D según la que, si el soberanismo desescalaba su intensidad, el Estado también relajaría su maquinaria: contrariamente, cuando uno afloja incentiva todavía más la represión de sus aparatos ideológicos. Esta última idea se ejemplificó políticamente en la famosa tesis de renunciar a la vía unilateral para ensanchar la base: como se ha visto, haciendo concesiones y poniendo buena cara al Estado solo consigues que aún se cabree más.

Siguiendo esta ideología perversa, Convergència y Esquerra invistieron a Pedro Sánchez afirmando que la caída de Rajoy implicaría una situación de relajamiento institucional más propicia para presos y exiliados. Muy al contrario, el Estado se ha radicalizado, Aznar ha vuelto para jacobinizar todavía más el conservadurismo español y la ultraderecha ya tiene carta blanca para entrar en parlamentos e instituciones. Pero existe algo mucho más importante que toda esta politiquilla, y que continúa escapándoseles incluso a los independentistas más sagaces: la ola de represión que se prepara para seguir criminalizando al independentismo no es solo cosa de un determinado partido español, es una cuestión de Estado. Lo demuestran, para situarlo en concreto, las recientes detenciones de alcaldes de la CUP y de un fotoperiodista por el simple hecho de haber ejercido su legítimo derecho de manifestación.

Esta es la segunda parte del ¡A por ellos!, una ola represiva que quizás no será tan visible o ruidosa como la de las porras del 1-O, pero que, por su carácter de micropoder y de gota malaya, ya no podrá contrarrestarse montando guardia en un colegio electoral o a base de manifestaciones, por masivas que sean. Nos pasamos mucho tiempo discutiendo sobre si los independentistas teníamos que andar por el mundo con capucha o a cara descubierta, cuando quien lleva siempre capucha y se permite retener a ciudadanos sin identificarse, hoy por hoy, es solo la policía española. Mientras el soberanismo esté focalizado en la liberación de los presos y el juicio del 1-O, el Estado continuará su labor, a veces sin que la ciudadanía catalana pueda llegar a notar su poder opresor. Si para reprimir hace falta violentar la propia ley, lo harán: con los vascos no tuvieron ningún problema para cruzar todos los límites y al final les salió bastante bien.

Pero no todo son malos presagios, queridos lectores; hasta el plasta de Manuel Milián Mestre se ha atrevido a decir hace muy pocos días que Madrid trata a Catalunya como una colonia. Quizás si te hubieras dado cuenta antes, Manolo, tendrías un barrigote menos voluminoso, pero podrías exhibir mucha más dignidad. Ahora solo te falta admitir que somos un pueblo ocupado, en el que un jurista no puede entrar en una comisaría de policía hablando catalán, y ya tendrás los deberes hechos. En la próxima vida, reacciona antes, Manolo.