Un derecho no es algo que alguien te da; es algo que nadie te puede quitar”
Ramsey Clark

No sé cómo ha pasado desapercibida una entrevista tan vomitiva como la concedida por el exministro de Justicia e Interior y exmagistrado Juan Alberto Belloch a El Español. La banalidad con la que se reconoce en el mal, su falta de principios constitucionales, su maquiavelismo barato, es muy chocante, sobre todo para los que mucho o poco colaboramos en el esfuerzo periodístico por destapar el nido de víboras y de corrupción en el que se habían convertido los gobiernos del en otro tiempo idolatrado Felipe González. Malos alumnos somos de aquella frase, esa que dice que repetiremos la historia si no la recordamos.

Belloch vomitaba sobre la Constitución, sobre la parte que para muchos es nuclear y para otros parece pura tramoya, y algunos le aplaudían. No creo que me discutan que existe una sinécdoque en el debate político sobre esta cuestión, las divergencias giran siempre en torno a los títulos II y VIII, y, sin embargo, no hay grandes peros técnicos ni políticos que ponerle a los marcos que establece en torno a los principios de libertad, igualdad, justicia, pluralismo político y, en general derechos y libertades. Toda la represión posterior se ha hecho sobando su contenido con engendros legislativos o con interpretaciones dudosas.

La consagración del pluralismo ideológico y religioso, el lingüístico y simbólico, el sindical, el profesional, del marco de libertad no es problemática. Cualquier Estado democrático tiene o tendría una forma similar. Podría el texto decir república y Estado federal o contener una cláusula de referéndum de independencia y sería igualmente democrática, pero sería un desastre un texto que diera preferencia inamovible a la indisolubilidad de España y considerara maleables o sustituibles todos los grandes principios enunciados y que son base de cualquier democracia. De las dos partes que en la batalla se hacen de ella —la de los títulos II y VIII y el resto— yo me aferro al resto, que es lo que nos aleja de un régimen totalitario.

Vuelvo al fantasma encarnado en Belloch reivindicando que ellos se ciscaron en esa parte porque acabar con el terrorismo independentista lo merecía. Belloch, que reconoce ser el responsable de haber ascendido a general a Rodríguez-Galindo, en cuyo cuartel se torturaba y que ordenó matar a Lasa y Zabala: “Había dos aspectos: el judicial y el antiterrorista. El judicial: si Galindo había cometido un delito, debía ser investigado como cualquier otro ciudadano. Y lo fue. Pero como luchador antiterrorista era el mejor”, dice el indigno exministro y exjuez. Jamás hubiera osado reconocerlo antes. Ha esperado a que el clima de degradación permita confesar tales barbaridades sin consecuencias. Un delito, dice, uno cualquiera, como si se hubiera saltado el límite de velocidad. Es una infamia pretender que quien luchaba contra el terrorismo torturando y ordenando asesinatos podía ser felicitado y premiado por su eficiente lucha contra el terrorismo porque “esos métodos eran lo único que hacía mal”. Lo único que hacía mal. Lo único.

No termina ahí la regurgitación. Belloch, que era juez y ejerció aún después como tal, afirma que el único indicio que tenía como ministro de que Rodríguez-Galindo —condenado después a 75 años por el secuestro y asesinato de dos personas— era lo que publicaba un diario y que no se lo podía creer porque: “me parece de una incompetencia tan brutal dejar unos cadáveres ahí, a disposición de cualquiera...". Una cosa tan brutal y tan idiota no era propia de Galindo. Si hubiera sido él, lo normal habría sido que no hubiésemos sabido nada hasta el final de la noche de los tiempos”. ¡Acabáramos! Lo brutal para este señor que ha juzgado a otros, que ha formado parte de gobiernos, no era asesinar detenidos sino dejar que encontráramos los cuerpos. ¡Qué incompetentes! Esta subversión moral, esta perversidad democrática, no podemos imputarla ni a que le toquen el piano a todas horas ni a que haya dejado los aperitivos de golpe, sino a una podredumbre de principios que viene de lejos. A la par, reconoce que fue su entonces secretaria de Estado, Margarita Robles, la que se empeñó en investigar estos crueles y vergonzantes hechos desde el ministerio, la misma que declaró en la Audiencia Nacional que la propia Guardia Civil estaba entorpeciendo desde dentro esa labor. No todos son iguales. Actualmente, cuadrarse civilmente ante la GC, lleve razón o no, es prueba de constitucionalismo. Chúpense esa.

Esta grotesca deyección del maño se ha producido a la par que su jefe, Felipe González, se paseaba por las televisiones celebrando el 40 aniversario de su llegada al poder y olvidando, tanto él como sus entrevistadores, por qué lo perdió. En ese periplo ha aprovechado el estadista para tirar de las orejas a su sucesor, Pedro Sánchez, por lo que considera el grave error de reformar la sedición, “lo que sucedió en Catalunya fue alta traición, no desórdenes públicos”, pero a él nadie le ha recordado en ningún momento la responsabilidad política que lo acompaña por haber tirado por el camino del medio arrasando con principios fundamentales. Alta traición a otros títulos constitucionales. Meses antes también quitó hierro al Caso Pegasus: “a mí también me han espiado, como a todo aquel que esté atento”. Fue ese horror del llamado pragmatismo el que los arrojó del poder y ahora lo maquillan y lo ignoran.

Hace no tanto sabíamos bien que pedir la independencia pacíficamente, usar banderas, símbolos y lenguas, hacer política para todo ello era constitucionalmente adecuado. Hace no tanto nos dolía la boca de decir que los abertzales vascos tenían que alejarse de la violencia y reivindicar sus objetivos exclusivamente con la política. Ahora Feijóo se patina y reprocha que “Bildu ha conseguido más con Sánchez que con los años de violencia”. ¿Pues no se trataba de eso, de que hicieran solo política? Hace no tanto los titulares y las televisiones se hubieran llenado de escándalo porque un exministro reconociera que lo de la tortura y el terrorismo de Estado estaba consentido desde el Ministerio del Interior, “le dije que se había acabado ese trabajo con red”, y que era solo un “pequeño fallo”.

Hace no tanto, pero no ahora.

Abascal remata a su manera: “España es anterior y superior a la Constitución” y tras ese exabrupto se esconde el origen de todo el mal.