El último escándalo en Podemos (no porque no vaya a haber más, sino porque es el más reciente), es la marcha de Errejón.

Este melodrama, que sabe a telenovela y huele un poco a fritanga, ha animado las sobremesas de “la gente”. Ahora se vuelve a hablar de Podemos, cosa que se echaba a faltar después de más de un año de absoluta irrelevancia de la formación morada (me refiero a su presencia en medios; no se alteren, que todavía no he dicho nada que no sea cierto). Y digo “de la formación morada” porque de sus dirigentes sí se ha hablado, claro: del chalet de Pablo e Irene, de los hijos de Irene y Pablo, de la baja de maternidad de Irene, de la baja de paternidad de Pablo. De eso se ha hablado. De lo centrada que ha vuelto Irene —achacando su “iluminación” a la reciente maternidad—; de lo humano que ha reaparecido Pablo —ídem—. 

Y precisamente Iñigo ha osado a interrumpir la baja de paternidad de Pablo. Sí, como lo leen. Y en este audio Iglesias aparecía para lanzar su rayo todopoderoso contra el desleal Errejón. Ese momento en el que escuchaba las palabras del “macho alfa” creo que no se me va a olvidar en mucho tiempo: mientras hacía yo la cena, pendiente de las patatas, una sensación de estupor y vergüenza ajena me invadía desde los pies hasta la cuchara de palo. Y pensé: “¿A mí qué me importa que suspendas tu baja de paternidad, Pablo? ¿Por qué piensas que eso debería importarle a alguien? Lo dices como si fueras el único hombre del mundo que lo hace, y como si además fuera algo importante o interesante. Lo haces, en definitiva, porque no has dejado ni un solo momento de utilizar cosas importantes para tu propio beneficio, manchando de alguna manera lo que esas cosas deberían significar si realmente para tí también fueran lo que deberían ser.”

Me quedé escuchando atenta hasta el final. Por aquello de esperar al momento en que se plantea si lo que le viene sucediendo desde hace tiempo podría tener que ver de alguna manera con él. Lo que viene denominándose autocrítica. Pero no, no llega. Todo son reproches, un tono vehemente al tiempo que pretende disimular un cabreo monumental. Y, completando la cuadratura del círculo, a pesar de su mueca contenida, además, no consigue acabar con ese tufo a postureo. 

Los hay, como el cantautor Ismael Serrano, que se molestarán conmigo porque soy muy dura. Como cuando en su día escribí un artículo donde expresé mis razones por las que consideraba que Pablo Echenique tiene la cara de hormigón armado. Lo escribí a colación del escándalo que protagonizó cuando le pillaron por no haber dado de alta en la Seguridad Social al trabajador que le asistía en casa. Y esta semana me lo he vuelto a leer, cuando se ha confirmado la sanción administrativa que le pusieron al argentino-aragonés, esta vez por vía judicial. A pesar de que el tiempo pone y quita razones, todavía hay quien piensa que los de Podemos no merecen ser atacados de duras formas porque, en definitiva, son lo único que nos queda a los progres desencantados. 

Y en este sentido puede que sea cierto: Podemos es lo único que nos queda a día de hoy a quienes nos avergonzamos de un país que no deja de dispararse al pie. Un país que podría ser el lugar de referencia en miles de cosas, y se queda siempre en anécdota. Un proyecto a medias, el gobierno de la chapuza por norma, del cainismo feroz y la deslealtad a los principios por bandera. Y una generación hastiada, aburrida de lo que ya conoce y sin demasiadas utopías en la cabeza. Somos nosotros los que vimos en Podemos todo aquello que hacía falta. Y cuando digo “nosotros” me refiero a una generación crecida en esta presunta democracia, que no encuentra salida. 

Pero no todos nos entregamos sin dudar a los brazos de Iglesias. Porque su sectarismo era tan bestial que debería haber hecho sospechar a todos aquellos que agitaban las manos con tanto ímpetu. A todos aquellos que sonreían y se abrazaban mucho llenando escenarios mientras cientos de bienintencionados aplaudían y gritaban aquello de “¡sí se puede!”. Como un mantra. Son muchas las caras que me vienen a la memoria: aquélla Tania, que se veía como primera dama en alguna revista de moda; aquel Monedero, aquella Bescansa, aquel Antonio Torres, aquel fiscal Villarejo, aquel Cotarelo... y este Iñigo, entre otros tantos. 

Si de algo ha pecado Podemos ha sido de su absoluta falta de autocrítica. De su nula porosidad para asumir sus errores, por muchas veces que se hayan disculpado y aparentado “reconocer” alguna que otra —evidente— metedura de pata. Hasta para disculparse sonaban falsos la mayoría de las veces. Su malvado y calculado sectarismo, siempre en la mente de Iglesias, trazando cada paso y cada aparente discusión para ganar una batalla final (como el sainete con Izquierda Unida y Alberto Garzón) han resultado bochornosos. Y todo esto ha supuesto desconfianza y una cierta sensación de desasosiego: “¿No es posible tener a nadie que no se contamine cuando pisa la alfombra roja?” 

Todas estas cosas nos las hemos planteado algunos, incluso en voz alta. Y hemos sido duramente atacados por hablar abiertamente. En mi caso, la intención de mis reflexiones siempre tiene el objetivo de pretender aportar una opinión más, en algunos casos desde la experiencia de haber militado activamente durante unos cuantos años en una formación tan cerrada como es el PSOE. Y se suponía que Podemos venía a corregir los errores de las formaciones de izquierda que habían quedado superadas: por su falta de coherencia, por su cerrazón, su sectarismo y su capacidad para generar líderes a base de una selección dañina, nacida de la ley de hierro de la oligarquía de Michels. 

Y la dirección todopoderosa de Podemos, o sea Pablo y sus colegas, lo sabían en la teoría. Pero en la práctica han caído en lo mismo, a veces con mayor virulencia, puesto que cometer algunas trampas cuando se han criticado en otros, es triste y desolador.

La decisión de Iñigo me parece sana y sensata. Independientemente de que personalmente siempre me pareció más honesto Errejón que Iglesias. Me lo parece porque es un acto de valentía, de decencia y de honradez: si no te gusta lo que hay, te vas. Y si consideras que tienes proyecto y equipo para echar a caminar, adelante. Y ahora, quien quiera, que vote a Pablo, que lleva ya cinco años ahí y ha visto pasar a todos los que comenzaron a su lado. 

Es positivo tener opciones que votar. Es positivo que haya pluralidad de ideas. Es sano en una democracia que haya varios partidos para que tengan que negociar y gestionar soluciones desde distintas perspectivas. Es básico que haya muchos colores para poder pintar un cuadro de la manera más realista posible. Y es triste que nos dé miedo abrir las puertas y ventanas en un país donde hasta hace bien poco parecía que podías elegir porque había dos opciones. ¡Qué terrible sería si en la vida solamente pudiéramos escoger entre dos alternativas!

Escribía estos días Beatriz Jimeno, una de las dirigentes de la formación morada en la Asamblea de Madrid, este brutal artículo. Y me quito el sombrero ante esta dosis de sinceridad y autocrítica que, por cierto, ya era hora que alguien hiciera desde dentro. Porque desde fuera lo hemos dicho, explicado y demostrado infinidad de veces, pero ese halo de autoridad moral del que algunos se dotan les ha cegado durante cinco años. Ahora es momento de ver, desde la soledad de la atalaya, que quizás Podemos no haya podido, precisamente a pesar de y gracias a Pablo Iglesias.

En conclusión: para poder representar a alguien hay que estar convencido de que esa persona merece el mismo respeto que el que uno quiere para sí mismo. Sin falsedad, sin condescendencia. Y asumir que uno es prescindible cuando de proyectos colectivos se trata. Ha llegado la hora en que Podemos recapacite y piense qué era aquello que le hizo grande cuando llegó. Entre otras cosas, el rechazo a los hiperliderazgos, la bienvenida a una forma de hacer política con el pueblo y no solamente para el pueblo. El Poder del Demos. Y, sobre todo, algo básico: acabar con el paternalismo de la política española que ha tratado siempre a la ciudadanía como si fuera imbécil.