Borrell está en boca de todos estos días. Por sus formas y por su falta de altura política y ética como ministro. Concretamente, como ministro de Exteriores, que es una figura que suele responder a alguien que además de un bagaje cultural y lingüístico ha de poseer grandes dosis de diplomacia y saber estar. Sobre todo porque se supone que ha de representar al Estado ante el mundo, y al tiempo, ha de saber hacer sentir a quienes nos visiten de manera confortable. Para ello, ha de tener empatía y saber entender las distintas realidades, contextos y los puntos sensibles de cada actor con quien deba interactuar.

Esto se supone que Borrell lo tenía. Una persona a la que siempre atribuimos inteligencia, tolerancia y capacidad de análisis como pocas, está demostrándonos, sobre todo desde hace algo más de un año, que tenía un lado oculto. Una cara que muchos, que le admirábamos como referente de la izquierda, miramos horrorizados a iguales dosis de sorpresa y tristeza. Lo que viene siendo una decepción.

Las cosas siempre se ven diferentes si uno las mira desde Madrid o desde Barcelona. Y desde luego, desde la capital del Reino de España, Borrell siempre ha tenido una imagen casi inmaculada, la de la siempre víctima de las cloacas del PSOE. Por eso muchos le veíamos como alguien valedor de su secretaría general, capaz de haber liderado un proyecto de manera integradora, progresista y que bien podría haber salvado al PSOE de su deriva hacia este viaje al centro que nunca termina. Pero nos equivocábamos. Todos tenemos nuestras debilidades y la de Borrell, sin duda, es su tierra, Catalunya.

Allí hace tiempo que sus propios correligionarios socialistas le miraban de reojo. Desde Madrid se le acogió con los brazos abiertos pensando que se había conseguido un tesoro, arrebatado a los hermanos del PSC. Incluso Sánchez decidió contar con él para encabezar la difícil tarea de limpiar la imagen de España allende los mares, de norte a sur y de este a oeste del globo. Y no era casual que eligiera el actual presidente a un catalán, para que todos vieran que se podía serlo al tiempo que se enfundaba el traje de hombre de Estado. O sea, dicho de otro modo: un catalán situado del lado del nacionalismo español y muy español. ¿Qué podía salir mal?

Ninguna ayuda está prestando a la causa del entendimiento, de los puentes de diálogo, de la concordia y la convivencia

Pues todo. Todo podía salir mal. Porque lo que Borrell ha mostrado, sobre todo para quienes desconocíamos esta faceta, es su capacidad más sorprendente de hacer bullying, de comportarse como si fuera un auténtico abusón. La actitud tan chulesca, llegando a reírse de Oriol Junqueras durante un mitin en campaña electoral, da buena nota de la catadura moral del que otrora fuera referente de los valores de la izquierda socialista. La falta de empatía que no encaja con principios de fraternidad y solidaridad que se supone un socialista debiera defender. La absoluta inexistencia del más mínimo resquicio de cariño o sutileza para sus hermanos de sangre, los catalanes.

En cuanto vimos lo que desconocíamos de Pepe, algunos ya nos dimos cuenta de que este ministerio sería su tumba (política). Y por el momento, en menos de seis meses, ya hemos podido comprobar que todas las oportunidades para trampear, calentar el ambiente y generar más tensión de la existente las ha aprovechado de manera excelente. Su estrategia es digna de ser aplaudida, eso sí, por la derecha. Ninguna ayuda está prestando a la causa del entendimiento, de los puentes de diálogo, de la concordia y la convivencia. Y eso, viniendo de alguien que debería tener un cariño especial por la tierra que le vio nacer, hace aún más incomprensible la animadversión que parece profesar hacia Catalunya.

Días contados para este dios con pies de barro que podría haber quedado para el recuerdo de una gran mayoría como un político de referencia y pasará a la historia como alguien que no ha sabido superar sus fobias, y ha arrastrado con ellas a un gobierno.