Según los datos oficiales, en España nos han estado robando 90.000 millones de euros al año por corrupción. 

Según estudios internacionales, los medios de comunicación de España son los segundos peores en Europa. 

Tenemos más de 3 millones de niños por debajo del umbral de la pobreza. 

Han pasado 40 años desde que hemos superado, supuestamente, una dictadura, pero todavía no hemos sido capaces de reparar los daños que causó. 

Nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado actúan de manera desproporcionada y violenta frente a la ciudadanía que ejerce su derecho a la libertad de expresión. 

El comisario Villarejo llena portadas con sus amenazas proferidas desde la prisión y hace caer a políticos de primera fila gracias a las grabaciones que se dedicó a hacerles y en las que se demuestra que actuaban como (presuntos) mafiosos. 

Nos señalan desde Europa, cansados de nuestras reiteradas faltas a nivel internacional: somos uno de los países más sancionados por la Comisión Europea. Por si esto no fuera suficiente, no son pocas las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que nos sacan los colores. 

Y de tribunales va la última lamentación. La última por reciente, no por final. Fue el mes de mayo de 2018 cuando jueces fiscales y el personal trabajador de la administración de justicia salieron a la calle a reivindicar la necesidad de poder ejercer sus funciones de manera independiente y sin presiones. O sea, trabajar de manera lógica en un tribunal. 

Estrasburgo, con la sentencia sobre el caso Bateragune, da la razón: nuestra justicia no se comporta de manera imparcial. Lo sabíamos todos, pero siempre hace más efecto cuando te lo dicen desde fuera. 

Se supone que algo debería estar cambiando. Acabamos de sacar a un gobierno de las instituciones por corrupto. Pero vemos cómo nuestros medios de comunicación siguen trabajando en la mayoría de los casos como canales de propaganda al servicio de los dueños de España. A pesar de que se diga que se están tomando medidas para paliar los graves problemas sociales, se intuye que el agujero es tan grande que será muy difícil poder recomponer y recuperar un Estado de bienestar. Hemos perdido (de momento) esa batalla con el cuento de la crisis (un cuento porque fue una estafa: los ricos salieron ganando y los demás, a sobrevivir). Y ¿cuántas más estamos dispuestos a perder?

La tarea de configurar el Estado democrático tampoco se presenta muy halagüeña: mientras el Gobierno no anule la ley de seguridad ciudadana, tendremos difícil poder desarrollar vías de participación tan necesarias.

Y, respecto a la justicia, uno de los pilares fundamentales para poder hablar de Estado de derecho, acabamos de presenciar uno de los capítulos más lamentables de la historia reciente de nuestro país. 

Lo ocurrido en el Tribunal Supremo con el pago de los impuestos ligados a las hipotecas pone en evidencia quién manda en este país. Y muchas otras cosas, claro. Porque ya no hay manera de decir que todos somos iguales ante la ley, ni que la ciudadanía es soberana, ni el Gobierno tiene capacidad para corregir los abusos, y la justicia ya ni disimula. 

No es que sea pesimista. Es que esto ya no hay por donde cogerlo. Necesitamos cambios en este sistema de tales dimensiones que, o bien nos tomamos en serio la regeneración integral, o mucho me temo que ya se están produciendo, y a la ciudadanía nos deja muy mal parada.