Cuando una ve una película de esas sobre catástrofes, epidemias, plagas, llegada de marcianos… no llegas a imaginar lo que ocurriría en tu pueblo, en tu entorno cuando declaran una pandemia a nivel mundial.

El domingo veíamos en casa la última película que protagoniza Antonio de la Torre, La trinchera infinita. Tuvimos que dejarla a medias por la angustia que producía: ponerse en la piel del protagonista, un señor que no tenía muchas luces pero sí mucha “suerte”, pues consiguió zafarse de ser fusilado por los golpistas del bando nacional en el 36 y se pasó escondido en una especie de zulo treinta años. Primero en su casa y después en la de sus padres. Un verdadero agobio el ver cómo tenía que ingeniárselas para esconderse, para hacer su día a día encerrado en pocos metros. Una claustrofobia muy lograda que, en mi caso, hizo que no fuera capaz de terminar de verla.

Al día siguiente, el lunes, la Comunidad de Madrid anunciaba el cierre de colegios. Vivo cerca de Madrid, pero en la provincia de Guadalajara, región castellano-manchega. Esto significa que a pesar de que los que vivimos en mi pueblo, en gran parte, trabajamos en Madrid, para las cosas del día a día, nos regimos por las normas de la región que preside García Page. Y se producen situaciones a veces complejas, como las que hemos vivido estos días. Pues vimos las barbas de los vecinos pelar y como se suele decir, algunos empezamos a poner las nuestras a remojar. No era difícil imaginarse que tarde o temprano se tomarían medidas también aquí.

Los medios de comunicación comenzaron a anunciar el Apocalipsis. Ana Rosas, Grisos, Ferreras y compañía crearon tal caldo de cultivo, que junto al silencio que en nuestra región se produjo, hizo que la mañana del martes en mi pueblo la gente fuera al principal supermercado para hacer la compra como si tuvieran que encerrarse en un búnker durante meses. “Aquello parecía la guerra” me contaban las vecinas. Arrasaron con todo lo que había. Y por la tarde, en los parques, en la plaza, no se hablaba de otra cosa. Todos habían estado allí, todos habían ido a comprar, y todos me contaban la vergüenza que habían sentido al ver el comportamiento de nuestros vecinos. Ya se sabe, el uno por el otro, criticando a los demás, cuando en realidad todo el que acudió allí movido por el miedo, estaba contribuyendo a generar el caos.

Fue así como el martes a las tres de la tarde no quedaban existencias en el supermercado. Yo ese día ya había decidido no llevar a los peques al colegio. Me adelanté, pero prefería no jugármela, pues a cuatro kilómetros de aquí, en Marchamalo, ya había dos casos de niños que habían dado positivo y una maestra. Una madre me comentaba que estaba indignada al ver que no se tomaban medidas, que sus hijas seguían teniendo que acudir a la escuela y que solamente les habían recomendado extremar la precaución lavándose las manos más a menudo. Ese mismo día, a mi marido, que es profesor en Madrid, ya le anunciaron que tenían que prepararse para dar las clases on line a los alumnos.
 

Ya nadie se toma en serio nada. Y cuando viene el lobo de verdad, ya no se creen a Pedro

El miércoles algunas mamás del colegio me escribían para preguntarme si estábamos bien, para saber por qué mis hijos no iban al colegio. Les dije que había decidido que nos quedábamos en casa, por prudencia y por responsabilidad. Se sorprendieron y sé que pensaron que estaba exagerando. Pero yo ya había estado leyendo (es mi trabajo) sobre la evolución de los casos en Italia. Y las medidas que se tomaban en ese momento sobre el cierre del país. Nosotros íbamos detrás y no hacía falta que nadie me dijera que quedarme en casa iba a ser lo más sensato. Tampoco quería meterle miedo a nadie, por lo que fui totalmente discreta. Pero era inevitable que la tensión aumentara a medida que los números de las infecciones y las muertes iban en aumento, duplicándose.

Por la tarde, el Ayuntamiento anunciaba que las actividades municipales se suspendían. Ni clases deportivas, ni escuela municipal de música. Un comunicado donde se nos informaba a todos de que tanto en nuestra localidad como en otras cercanas habían tomado la decisión de forma conjunta. Respiré aliviada al ver que, por fin, alguien tomaba medidas sensatas.

Por eso el jueves algunas madres ya estaban indignadas: "¿nadie va a tomar decisiones aquí? ¿Cómo es posible que nadie mande a nuestros hijos a casa?”. La comunicación del ayuntamiento ya rodaba por los grupos de chat de las mamás del colegio y mientras se alegraban de la noticia, el cabreo por no ver más medidas a otros niveles iba en aumento.

Uno de las tiendas de “los chinos” del pueblo cerraba con un cartel “por vacaciones”. No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que ellos lo tenían muy claro. Cuando lo vi pensé que estaban haciendo lo correcto, ellos sabían de qué iba todo esto. Mientras tanto, las calles seguían llenas, las plazas, los parques y las terrazas. Y la comunidad china, a través de la prensa, manifestaba estar asustada: alucinaban al ver que aquí nadie se lo estaba tomando en serio. Ellos ya habían decidido confinarse en sus casas, como los de mi pueblo.

Ese día ya se sabía que, para el fin de semana, se triplicarían los contagios en Madrid. Que durante las tres próximas semanas los datos iban a ser catastróficos. Lo sabía quien hubiera hecho el esfuerzo de informarse por medios serios, claro. Porque en casi todas partes, más allá de amarillismo, nada. Comenzaron a recomendar que no se viajase y que en Madrid se tuviera especial precaución. Fue cuando decidí declinar mi participación en el programa FAQS, para la que estaba convocada. No había posibilidad de trabajar on line, y tenía que asumir que perdería un día de trabajo. Pero la responsabilidad en cuestiones de salud, que además pueden afectar a mi familia y a otras personas, son lo primero.

Mientras tanto, la gente comentaba alucinada que no entendía nada. Mientras a cincuenta kilómetros de aquí en Madrid se anunciaba el fin del mundo, en Castilla La Mancha pretendían hacernos creer que no pasaba nada, que no era para tanto y que no era necesario tomar medidas. Pero el mosqueo se notaba en el ambiente. Y cuando por la tarde el presidente García Page salió a dar una rueda de prensa, nos quedamos todos atónitos. Un tono bronco, chulesco y acusador para decir que le parecía fatal que hubiera ayuntamientos que hubieran tomado medidas por su cuenta, que hubiera instituciones (como la Universidad) que habían decidido de manera unilateral enviar a los alumnos a casa. Decía Page que los niños podían infectarse igual en el patio del colegio que en los parques, y que lo de suspender las clases era una decisión que no iba a tomar, porque más bien era algo que querían aquellos que lo que buscaban “eran quince días de vacaciones”. Se quedó tan ancho. Y los teléfonos ardían: “pues yo mañana no pienso llevar a mis hijos al colegio”, decían algunas mamás. Dos horas tardó el presidente en tener que tragarse sus palabras: dijo que se había enterado por la televisión de las medidas que recomendaban en el Consejo de Ministros extraordinario. No debió enterarse del cierre de escuelas decretado en Catalunya, Galicia, País Vasco… además de Madrid. Así que tuvo que anunciar que al día siguiente las escuelas se cerraban.
 

Ahora nos toca a nosotros, la ciudadanía, hacer lo que nos corresponde: quedarnos en casa. No es tan complicado de entender

Tuvimos que hacer red de información entre las madres para asegurarnos de que todas conocían la noticia de última hora. Porque algunas se habían quedado en la noticia de la rueda de prensa, y claro, la contraria ya no les llegó. Imagínese qué caos. Para cuando la mayoría en el pueblo tenía que asumir que venían quince días por delante de niños en casa, nosotros ya llevábamos cuatro. La gente no sabía qué hacer con los peques, qué hacer en el trabajo, cómo gestionar esta situación de la noche a la mañana. De hecho me consta, que todavía a día de hoy no saben cómo van a hacer frente a lo que viene por delante.

El silencio ha ido poco a poco haciéndose con el pueblo. Algún coche que pasa, los perros que ladran y las campanas del ayuntamiento. Los parques están precintados y los supermercados siguen casi vacíos. La gente ya se ha preparado para lo que vendrá a partir del lunes: el estado de alarma.

Un decreto que se anunció ayer, que se tenía que adoptar hoy y que entrará en vigor el lunes. Una locura y una irresponsabilidad. ¿Ante la situación tan bestial que estamos viviendo cabe hacerlo de esta manera? Es evidente que las tensiones entre los socios de gobierno han hecho que el consejo extraordinario de ayer se alargara demasiado y por eso no hubo comparecencia de Sánchez a las tres de la tarde. Como también es evidente que a alguien le interesó filtrar el borrador del BOE para que corriera como la pólvora por todos los teléfonos.

Posponer la reunión de los presidentes autonómicos es otra cuestión fuera de lugar. Tenía, en mi opinión, que haberse hecho antes del Consejo de Ministros, para poder haber trasladado aquello que desde los territorios se necesitase y no al revés. Pero qué sé yo de todo esto, si no soy más que una ciudadana confinada en su casa por voluntad propia a la vista de que nadie tomaba medidas.

Mientras tanto, observo y contemplo el panorama. Estamos rodeados de gente egoístamente idiota: que por pensar en sí mismos, no se dan cuenta de que se ponen en riesgo y ponen en riesgo a los demás. La estampida hacia la playa para irse de cañas es aberrante, como lo es llenar los carros de la compra sin pensar en los demás. Igual que colapsar los hospitales al más mínimo síntoma para que te confirmen si estás o no infectado cuando no eres persona de riesgo.

El problema de todo esto, que en parte es de incivismo, egoísmo e irresponsabilidad, tiene mucho que ver con la calidad de la información que recibimos. Los medios de comunicación han estado haciendo campaña política más que labor responsable de información a la ciudadanía (no todos, claro está). Los políticos han estado jugando en muchos casos con la seguridad de la gente para tensar o atacar al gobierno. Y el gobierno, que considero que en términos generales no va mal del todo, está titubeando demasiado a la hora de tomar medidas contundentes.

Ya nadie se toma en serio nada. Y cuando viene el lobo de verdad, ya no se creen a Pedro. Basta con informarse de cómo va el asunto a nivel global, de las medidas que se están tomando y de cómo estamos salvando esta situación a costa del increíble esfuerzo del personal sanitario, de los trabajadores de los supermercados, de los transportistas, de las maestras de los colegios… los que están ahí siempre, los que te garantizan que no se moverán de su sitio y que harán su función.

Ahora nos toca a nosotros, la ciudadanía, hacer lo que nos corresponde: quedarnos en casa. No es tan complicado de entender. Es difícil de gestionar, pero también es un reto interesante. Tomarse todo con calma, responsabilizarse de todo lo que esté a nuestro alcance y entender qué es lo prioritario y lo importante.

Saldremos de esta. Y nada volverá a ser como era antes del virus. Depende de cada uno de nosotros cómo vamos a ser capaces de gestionarlo.