Lo que sucedió el 1 de octubre de 2017 puso muy nerviosos a quienes consideran que la unidad de España es algo que debe permanecer, tal y como está ahora mismo, por los tiempos de los tiempos. 

Siempre me he preguntado cómo es posible que para alguien defender "la unidad" de un territorio, un mapa configurado en un momento concreto, sirva como razón para embestir contra libertades fundamentales y derechos civiles de otras personas. 

Está claro que, salvo algún trasnochado que piense que España puede justificarlo todo como concepto, como idea, o como realidad -siempre realidad temporal-, la razón de todo esto se encuentra en el interés, que suele ser económico. O sea, que los que defienden esa sacrosanta unidad del territorio actual español lo hacen porque esta situación les beneficia. Y para intentar convencer y buscar apoyos, tratan de hacer creer que ese beneficio económico que comporta la unidad es extensible a sus pobladores, algo que mucho me temo, nos da exactamente igual viendo lo visto. 

Esto va de administrar territorios, y con ellos, sus bienes, su potencialidad. El interés de la prosperidad está en el objetivo: tanto de quienes sostienen la unidad de España como de quienes se quieren separar de ella. Aunque teniendo en cuenta la deriva de los derechos, libertades, y represión en la que están desbarrando algunos de los poderes que se identifican con el Estado español, es lógico que en los intereses de los independentistas también esté el objetivo de querer desarrollar una administración de libertades, justicia y derechos que pueda dejar atrás todo lo abominable que se justifica por la unidad del Estado. 

El 1 de octubre de 2017 fueron muchos los que vieron peligrar sus intereses: no por las urnas, no. Esas cajas de plástico solamente escenificaban lo que en realidad preocupaba, que no es otra cosa que la fuerza innegable de cientos de miles de personas que habían sido capaces de ponerse de acuerdo en algo. En algo que suponía desobedecer, plantar cara y actuar. Siempre de manera pacífica, por supuesto. Pero en definitiva, poner en valor su derecho a la libertad de expresión, aunque fuera mediante cajas de plástico donde colocar un papel que expresase una idea. No tengo que recordarle a nadie las consecuencias que tuvo y tiene todo aquello: de una dureza tal que nos sirve para entender la fuerza que emplearon como "proporcional" a la fuerza que mostró la población que salió a expresarse. Quizás ahí resida el concepto de "proporcionalidad" del que hablaba el entonces ministro de Interior de Rajoy. 

Siempre lo dije y lo mantengo: lo más difícil que consiguió aquella expresión de libertad masiva fue aglutinar a cientos de miles de personas que, independientemente de sus orígenes, de sus afinidades políticas, acudieron a defender las urnas, entendiendo que esa expresión manifestada de forma pacífica tenía importancia en una democracia. 

Esa unidad es lo que preocupa a los nacionalistas españoles. Y por eso lo más importante era dinamitarla como fuera. En primer lugar había que generar división entre los dos principales líderes independentistas: Puigdemont y Junqueras. No era difícil, pues había terreno sobre el que sembrar semillas de discordia. Mientras uno permanecía encerrado, el otro estaba en el exilio y se intoxicó por todas partes para generar buenos y malos, o malos y terriblemente malos. Una guerra que no dio frutos a pesar de las tensiones, y que pasó por encima para conseguir el actual Govern, algo que desde el unionismo español era el objetivo a destruir. 

Cada figura que tuviera respeto, consideración en el independentismo, sería el objetivo para tratar de minar esa unidad. Los Comités de Defensa de la República eran otro de los elementos que había que criminalizar: y para ello la operación Judas sirve. Enmarañar una movilización popular, absoluta y radicalmente pacífica, que se ha mantenido viva tras la defensa del referéndum (porque su nombre viene de ahí), para después, defender la República catalana, es la razón del procesamiento que está teniendo lugar ahora mismo en la Audiencia Nacional

Es evidente que vincular los Comités de Defensa de la República con una banda terrorista resulta tan increíble, que hasta la Fiscalía ha tenido que hilar muy fino para intentar mantener la acusación de las personas señaladas, indicando que estaban actuando "más allá" de los CDR. O sea, que por mucho que lo han intentado, hasta el momento, no hay forma de articular ese imposible giro por el cual, cientos de miles de personas organizadas para manifestarse, promover charlas informativas, y participar de las actividades colectivas pasaban a ser integrantes de células que manejaban material explosivo para atentar contra otros. Pero ahí siguen intentándolo y mientras tanto, está claro, mucha gente ha preferido poner distancia ante el temor de ser víctima de un montaje truculento. Otra división más. 

La más reciente que he visto, es la que ha puesto en el objetivo a Jordi Cuixart. El gran referente de las personas que pasaban del partidismo, de las siglas, de las organizaciones políticas. Jordi ha sido en todo este tiempo la persona incontestable, que con el objetivo puesto en la soberanía, ha sabido explicar perfectamente la importancia de las luchas compartidas, poniendo siempre el amor, la fraternidad entre las personas y los pueblos por encima de todo. Un pacifista convencido, una persona dialogante hasta el final, un defensor incansable de la libertad de expresión. Él ha sido el objetivo de los ataques furibundos, sobre todo en redes sociales, por parte de quienes solamente defienden la libertad de expresión cuando es la suya. 

Escribo estas líneas porque necesito desahogarme del dolor que me ha producido leer algunas cosas contra Jordi. Y porque he visto que se han hecho muchos esfuerzos para tratar de desprestigiarle, de hundirle. Evidentemente, muchísimos de los comentarios que he leído venían de cuentas en redes sociales más que sospechosas. Hay muchas que, haciéndose pasar por independentistas catalanes, en realidad no lo son, y esperan agazapadas el momento para lanzarse contra los referentes. 

Todos los ataques han saltado en el momento en que Jordi tomó la palabra en las Festes de Gràcia, donde él iba a ser uno de los pregoneros, para pedir a los asistentes que, por favor, dejasen a Ada Colau expresarse, como alcaldesa de Barcelona. Los pitidos y los gritos que algunas personas realizaron mientras Colau hablaba, hicieron que la alcaldesa tuviera que parar su discurso entre lágrimas. Cuixart tomó la palabra para pedirles que dejasen hablar, que había que tejer para alcanzar los objetivos de las luchas compartidas. 

La que le ha caído a Jordi ha sido descomunal. Y es por ello por lo que he estado unos días macerando, analizando y pensando en todo esto. Aquí plasmo mis conclusiones, que podrán o no gustar, pero que intento expresar porque me parece importante analizar qué es la libertad de expresión y cómo se debería defender. 

La libertad de expresión debería tener como límite los Derechos Humanos. Debería poderse ejercer en las calles, en las instituciones, y especialmente en los Parlamentos. A la vista está que no es posible: no solo en España, sino en muchos lugares del mundo. 

La libertad de expresión se defiende precisamente para que, quienes no piensan como una, puedan expresarse. Ahí radica la grandeza de defenderla: porque defender la libertad de expresión para escuchar lo que quiero oír no tiene mérito. 

Alguno me dirá que los gritos y pitidos también son libertad de expresión. Por supuesto que lo son. Pero hay una salvedad: cuando tu libertad pone trabas a la de los otros, hay una colisión de derechos y aquí es donde tendríamos que dar una pensada. ¿Qué habría sido lo justo en ese momento del discurso de la alcaldesa? En mi opinión, aquellas personas que forman parte de la lucha por la libertad de expresión (ya sea del 1 de octubre, o de cualquier otra índole democrática, pacífica y legítima) deberían entender que Colau también está amparada por la libertad de expresión. De manera, además, representativa, porque cuando habla lo hace en nombre del Ayuntamiento de Barcelona. Por mucho que nos chirríe la manera en que se hizo con el bastón de mando. Pero cumpliendo con las normas que asumimos. 

En mi opinión, hay manera de que todos expresen lo que piensan: Colau con su discurso, y al final del mismo, los merecidos pitidos y críticas. Solapar una cosa sobre la otra es lo que limita y fulmina las libertades que deben estar para todos. Son los tiempos y son los límites lo que importa en estas cuestiones. 

Cuando salió Jordi a defender la libertad de expresión de Ada, lo que hizo fue precisamente lo que ha venido haciendo en todo momento: defender la libertad de expresión de todo aquel que tenga algo que decir, de manera pacífica. El respeto ha de ser la base para poder construir una sociedad libre, justa y con capacidad crítica. Es sorprendente cómo algunos no lo quieren entender. 

Defender la libertad de expresión de alguien no significa defender lo que esta persona tenga que decir. En absoluto. Las mentes obtusas que critican a Jordi, son las que piensan que habría que silenciar a Ada o a cualquiera que no piense como ellos. Y pretenden dar lecciones de democracia. ¡Con lo grande que les queda este concepto!

No se trata de defender a Colau, pues personalmente creo que los pitidos, las críticas y los abucheos los tiene muy merecidos. Y lo digo con el conocimiento de causa que me da haberla calado desde el mismo instante en que, en 2013, apareció para darnos lecciones a todos de su manera de actuar. Cuando denostaba a los políticos, cuando venía a enseñarnos ella a hacer escraches, cuando se situaba por encima del bien y del mal. La conocí entonces, nos enfrentamos, y en aquel momento tuve que explicarle que yo tenía derecho a acudir a una manifestación de la PAH, aunque militase por aquel momento en el PSOE. Porque se encargó de justificar que de manera violenta un grupo de personas totalmente descerebradas se dedicasen a gritarme e increparme, hasta que la policía me explicó que no podían garantizar mi seguridad allí. Algo que a Ada le parecía normal, hasta lógico. 

En aquel momento le expliqué a Ada que eso de denunciar los desahucios no era patrimonio suyo, que no. Que lo de apropiarse de la libertad para acudir a una manifestación era lamentable. Que los escraches me parecían una aberración, algo que he defendido desde entonces y que aún hoy mantengo. Incluso cuando se lo hacen a ella, tampoco los justifico. Y no niego que en todo esto podría verse justicia poética. Supongo que Ada tiene también que tomarse su propia medicina para darse cuenta de que el tiempo le ha hecho tragarse sus palabras. Alimentó algo perjudicial para la democracia, que es acosar a los que no te gustan. Por muchas razones que tengas para no estar de acuerdo con ellos el ataque visceral no es el camino que una democracia debería ofrecer. 

Dicho todo esto, creo que el episodio de las Festes de Gràcia da para analizar: la necesaria figura de Cuixart, su papel en el camino hacia una democracia mejor que la que tenemos; la importancia de aprender a ejercer la libertad de expresión -la propia y la de los demás- y la necesidad de autocrítica que todos debemos plantearnos de vez en cuando. 

Y para terminar: piense por un momento si hay una sola persona con la que usted esté de acuerdo en todo. Dudo mucho que la encuentre. Incluso, me aventuro a decir que uno mismo no comparte sus propias ideas cuando pasa el tiempo y se toma perspectiva. Por eso es tan importante aprender a respetar otros puntos de vista, pues, además, será la única manera de exigir que los nuestros sean respetados también.