Juan Velázquez de Velasco fue la primera persona en ocupar el puesto de “espía mayor de la corte y superintendente de las inteligencias secretas” en 1599. Un cargo que estaba inmediatamente bajo el Consejo de Estado. Velázquez era militar y fue capitán de infantería de Nápoles, capitán general de Guipúzcoa y comendador de Peña Ausende en la Orden De Santiago, de la que era caballero. Su madre era prima hermana de Fernando el Católico. Durante su mandato estableció, según las referencias, “una vasta red de agentes y confidentes”. Sería su hijo el que le sucediera en el cargo. Juan Velázquez trabajó en cuerpo y alma para el rey Felipe III. Relatan su enorme capacidad de trabajo, coordinación y organización de una red a sus órdenes. La excelencia en su labor, por lo tanto, justificaba la dotación económica desde la corona y la absoluta discrecionalidad para su gestión por parte del espía mayor de la corte. Apuntan los historiadores que sobre él han escrito, que la labor de este superintendente de las inteligencias secretas fue “imprescindible para construir el sistema de inteligencia durante la primera mitad del siglo XVII” “junto a los secretarios de Estado y de Guerra”.

En las Cuentas del Gran Capitán, un texto irónico de inicios del siglo XVII, se decía: “Cien millones gastados en picas, palos y azadones. 10.000 ducados en guantes perfumados. 50.000 ducados en aguardiente para las tropas”. En las partidas detalladas se indicaba: “En frailes, monjas y pobres para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas del Rey: 200.736 ducados y 9 reales. En espías: 700.494 ducados”. Relataba el historiador Rodríguez Solís cómo en el siglo XIX resurgía en la Península una verdadera Inquisición. Detallaba cómo “los esbirros se introducían en las casas de los liberales para espiarlos y media España, para salvarse, se ocupó de espiar y delatar a la otra media”.

Recuerda Petit cómo “paralelamente se dejó al Estado español completamente ciego y sordo ante los peligros exteriores” y cómo una especie de aprendiz de espía fue enviado a espiar los proyectos norteamericanos en el litoral oriental de Canadá. Se llamaba Ramón Carranza y parece ser que las chapuzas que hizo fueron de tal calibre, que el mundo entero se rio de España. En el golpe de Estado del 36, señalan los expertos que ni el Gobierno de Azaña ni los golpistas tenían estructurado un servicio de inteligencia. Y en caso de que en el Gobierno hubiera algo que se dedicase a ello, no consta como tal y su eficacia está en la evidencia de los hechos. Será Josep Bertrán i Munsitu quien estructure el SIFNE en el bando nacional, que pronto sería ayudado por la Abwehr y Gestapo nazis, por la OVRA italiana y por espías portugueses. Del bando republicano no hay noticias de la creación de un servicio de inteligencia hasta la llegada de Indalencio Prieto en 1937. El primer jefe del SIM sería Ángel Díaz Baza, diputado socialista por Vizcaya y sin ningún tipo de experiencia o conocimiento en este ámbito. Lo siguió Prudencio Sayagües, que no despuntó en comparación a Díaz. Tampoco tenía mucha idea de lo que le habían encomendado. El tercero era Guardia Civil y el cuarto, panadero.

Será en 1951 cuando Carrero Blanco se ponga al frente del Servicio de Documentación de la Presidencia del Gobierno. Tampoco constaba en su perfil ser experto en la materia. En aquel momento se destinan 734 millones de pesetas para este Servicio. Petit señala que este servicio tenía “obsesión por combatir a los exiliados españoles, en Francia o en México, o a los grupos demócratas en el interior.” Subraya que el “SDPG se nutría de fobias, carecía de perspectiva y parecía no pensar más que en los intereses del anticomunismo yanqui”. Y compara el planteamiento con el “espíritu político-religioso que guiaba a Fernando VII”.

Es del SPDG de donde surge el CESID en 1977. Cuando Petit escribía sobre este asunto, el director era el teniente coronel Alonso Manglano, que sustituía a San Martín, convicto entonces por su participación en el intento de golpe de Estado de 1981. Manglano ocupó su cargo desde 1981 hasta 1995, siendo consejero del rey a la par que director del CSID. Se dedicó a escribir prácticamente todo lo que presenciaba. “Documentos que ocupan nueve contenedores negros de plástico de 50 litros de capacidad cada uno” explican Juan Fernández Miranda y Javier Chicote Loreña en El jefe de los espías. Entre los 200 kilos de papeles, 18 agendas manuscritas que Manglano tenía para ordenar sus memorias y no perder detalle. Fueron sus herederos quienes, generosamente con la Historia de este país, las entregaron para ser estudiadas y conocidas.

El espionaje en España. Una herramienta que se supone se debería utilizar para garantizar la seguridad de la ciudadanía frente a amenazas delictivas, manteniendo siempre las garantías constitucionales, y que, por lo que se ve, se ha venido utilizando más bien para venganzas y luchas de poder traspasando todo tipo de límites imaginables. Presuntamente, claro

En aquella época, 1983, hace cuarenta años, el CESID tenía un presupuesto de 1.250 millones de las entonces pesetas. De este presupuesto, 800 millones iban a cargo del ministerio de Presidencia del Gobierno. Hoy sabemos cómo terminó Manglano, sentado en el banquillo investigado por las escuchas del CESID a políticos, empresarios, abogados y periodistas. La noticia que publicó El Mundo el 12 de junio de 1995 afirmaba que hasta el propio jefe de Estado había sido espiado. La noticia la firmaban Manuel Cerdán y Antonio Rubio, y ambos señalaron que “su principal fuente era el policía D. José Manuel Villarejo Pérez”. 

Los periodistas presentaron las pruebas que señalaban que el CESID había estado espiando conversaciones privadas durante 10 años. Según se señalaba en sede judicial, los escuchados fueron Jaime Capmany, el rey Juan Carlos, los exministros Francisco Fernández Ordóñez, José Barrionuevo y Enrique Múgica, el exvocal del Consejo General del Poder Judicial Pablo Castellanos, el expresidente del Real Madrid Ramón Mendoza, el empresario Ruiz Mateos y la Asociación Civil de Dianética (Iglesia de la Cienciología).

Cabe recordar que Manglano alegó impedimento legal para declarar, presentando un oficio del Centro Nacional de Inteligencia  donde se trasladaba “el deber de secreto profesional de asuntos que hubiera conocido en el ejercicio de su deber profesional”. Decía Manglano que se sentía en una encrucijada, puesto que él quería colaborar con la justicia y responder a las preguntas pertinentes, pero que tenía una orden expresa y por escrito del CNI que le prohibía taxativamente hablar de los asuntos objeto de su trabajo. Pablo Castellanos, en plena sala del juicio, se encaró a Manglano y le espetó si “entre esas cosas inéditas, que iban a seguir sin conocerse, estaba también una comisión de crímenes de Estado que se creó en el CESID”. Fue Perote, el acusado junto a Manglano, quien tuvo que sujetarle y sentarle de nuevo en la silla. Se refería Castellanos a los documentos donde se demostraba la colaboración de los servicios secretos españoles en la creación de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL).

Por su parte, el Partido Popular y Julio Anguita hicieron “la pinza” para exigir la dimisión de Felipe González por el escándalo. Y los periodistas, en una batalla campal, se acusaban de redacción a redacción de trabajar al servicio de unos y otros. El juicio tuvo que repetirse porque el Tribunal Constitucional declaró vulnerado el derecho a la imparcialidad judicial, donde se condenaba tanto a Manglano (a seis meses de arresto y ocho años de inhabilitación) como a Perote. En la segunda edición, Manglano no fue finalmente juzgado porque las acusaciones se retiraron. Sus últimos años de servicio estuvieron trufados de escándalos: las escuchas en la sede de HB en Vitoria, la operación Mengele (con secuestro de mendigos) y las escuchas ilegales que lo sentaron en el banquillo le llevaron a dimitir. Su nombre ha sonado mucho después incluso de su muerte en 2013: hace unos meses, se conoció la confesión del que fuera ministro del Interior, Antonio Asunción, en la sede del CESID en 1994, cuando dijo que el exministro Corcuera estaría detrás de la muerte de un joven cartero que fue asesinado en Rentería en 1989 por un paquete bomba que iba dirigido  a un supuesto colaborador de ETA y militante de Batasuna. Esta noticia, que resultó de gran interés en el pasado mes de octubre, no ha vuelto a ocupar portadas.

Quizás estas noticias, que han señalado a prácticamente a todos los ministros de Interior, hacen que esta semana se haya recibido con cierta normalidad la que nos informaba de que Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior con Rajoy, se tendrá que sentar en el banquillo para ser investigado por el espionaje al extesorero del PP, Luis Bárcenas. Corinna Larsen, íntima amiga del rey emérito, ha denunciado haber sido amenazada e intimidad por el CNI ante la justicia británica. Pablo Iglesias también acudió a la justicia para denunciar presuntos delitos de la policía patriótica. No olvidemos el caso de Dina, a quien le robaron el teléfono móvil y cuya tarjeta apareció en manos de un periodista y supuestamente también en las de Villarejo.

Unas pinceladas para un paseo rápido por la historia del espionaje en España. Una herramienta que se supone se debería utilizar para garantizar la seguridad de la ciudadanía frente a amenazas delictivas, manteniendo siempre las garantías constitucionales, y que, por lo que se ve, se ha venido utilizando más bien para venganzas y luchas de poder traspasando todo tipo de límites imaginables. Presuntamente, claro. Porque aquí todo es presunto hasta que se demuestra, que entonces es cuando vienen las absoluciones.

Porque por si queda alguna duda, Salvador Illa ya ha dicho esta semana que “El Gobierno de España no espía, sino que dialoga”. Claro que sí.