Zygmunt Bauman, sociólogo y filòsof, padre entrañable del paradigma de la modernidad líquida, nos ha dejado para siempre. La modernidad o sociedad líquida: la sensación que en las sociedades contemporáneas la única cosa estable, y, por extensión, cierta, es la inestabilidad, la incertidumbre; que la realidad se ha vuelto extremadamente frágil (o, cuando menos, que parece tan ingrávida, tan ligera, como las bóvedas de una inmensa catedral gótica elevándose sobre el vacío). Bauman se ha ido la misma semana que Barack Obama, otra sonrisa entrañable, se despedía con lágrimas en los ojos de la presidencia de los Estados Unidos. Mala semana.

El año no acaba de arrancar porque asimilamos año nuevo a vida nueva, pero no: los fantasmas del 2016 continúan donde estaban. Y no tienen nada de líquidos o informes: son bien sólidos, duros como el rostro del gran bufón global, de este Joker de riñones forrados de platino que el electorado norteamericano ha colocado en la Casa Blanca. Esta especie de Pedro Picapiedra en modo malvado que Hillary nos deja en herencia; Hillary y, según acreditan los informes de la inteligencia filtrados a Buzzfeed y la CNN, el amigo del Kremlin. Nos hallamos en una suerte de extraño final alternativo de la gran película de espías que fue la Guerra Fría o, como alguien ha escrito, de revancha imposible de quién la perdió; un final inimaginable, por distópico, pero bien real, porque lo imposible -una vez más- es lo que pasa.

Donald Trump, no tiene nada de líquido. Donald Trump, lo vimos este martes en aquella aterradora conferencia de prensa es un puñetazo en la cara de ese humanismo ilustrado que se empeñaban en perpetuar al nonagenario sabio polaco, expulsado por sus orígenes judíos de su Polonia natal en plena era comunista, pese a ser comunista, o el primer presidente negro de los EE.UU., ya para siempre un símbolo en la larga historia de la deconstrucción del racismo y el combate por la extensión de los derechos humanos en una de las patrias que al parecer los encarnan. El humanismo ilustrado que el clan Clinton y otros reductos similares de lo que en Europa consideramos "la izquierda" norteamericana (naturalmente pija, sabida y viajada) han exprimido como un limón y han tirado como un klínex a la papelera bajo la mesa siempre que han querido y han podido. Humanismo ilustrado, en unos tiempos en que cada vez aparecen más difuminados sobre la arena los perfiles de esa promesa, que, desde el siglo XVIII, se ha dado en llamar "el hombre", Foucault dixit. Y no tanto porque vienen los robots -que también- sino porque cada vez los imitamos más, a los robots. Al fin y al cabo, somos nosotros los que hemos actualizado aquel dicho de Deng Xiaoping, el sucesor de Mao, del gato, blanco o negro, y los ratones: inteligencia artificial o de la otra, lo que cuenta es la cuenta de resultados. 

Donald Trump le ha roto la mandíbula a una cierta estética de la democracia de paradójica filiación platónica: de una ilusión de verdad según la cual, la democracia es el bien y, como tal, además es bella. Qué lejos queda aquel final (naturalmente feliz) de la Historia que, efectivamente parecía haberse inaugurado hace ahora 25 años con el derrumbe del Muro y la implosión de la URSS. Qué lejos que empieza a quedar aquella era de la incertidumbre, de la sociedad del riesgo difuso que describió Beck: ahora empezamos a saber lo que verdaderamente hay en la penumbra, son bien visibles sus formas, y es terrible.

Lejos de la exitosa tesis de Fukuyama, la globalización del capitalismo no ha comportado la globalización de la democracia. La China pos-Mao, convertida en la fábrica más grande de un mundo en el que en teoría han desaparecido las fábricas porque no hacían falta (en realidad, es de Detroit o de Barcelona, de donde han desaparecido), y la Rusia de Putin, modelo de democracia autoritaria complementario del capitalismo autoritario chino, han marcado el camino que desemboca en el Gran Trumpazo, en pleno centro de lo que Hardt y Negri conceptuaron como el Imperio.

Con Donald Trump, la posmodernidad se lo ha hecho encima de la moqueta de los Clinton en la Casa Blanca. Bienvenidos a la era de la democracia fea, bufa, maleducada, contrahecha, grotesca, esta democracia de película de miedo de serie B, en la que el gran espantapájaros de sonrisa idiota te cazará como un pokémon en tu móbil. Dale las gracias a Donald (como Obama nos ha enseñado) si no se le ocurre amenazarte con la bomba atómica.

No es la posverdad (para haber posverdad primero tiene que haber habido verdad y sabemos desde Nietzsche que la verdad no pasa de ser una pura convención lingüística o patrón interpretativo): es la pura y dura realidad de un mundo que pare monstruos cuando intenta parar la máquina, cuando se pone a cerrar el grifo, intento en vano, para que el agua -de Bauman- no nos llegue al cuello.

Y sí, mientras, aquí, en nuestro pequeño rincón de mundo, hablamos de referéndums. Precisamente. Porque son muchos los que siguen pensando que para darle la vuelta a todo esto, a todo este alucinante estado de cosas, se tiene que empezar por algún sitio. Porque son muchos los riesgos, pero muy pocas las oportunidades que le van quedando a una cierta idea de la democracia y la decencia en esta hora de trumpismo y triunfo de la mentira universal como verdad poslíquida pura y dura, durísima, querido sr. Bauman, querido presidente Obama.