Mañana jueves y el viernes hasta las 17 horas, la militancia de JuntsxCat (militantes con más de 6 meses de antigüedad), apenas 6.465, decidirán si su partido tiene que seguir gobernando en coalición con ERC o bien salir del Govern. No interesan tanto ni las razones, implícitas o explicitas de esta apelación, sino el hecho mismo de la apelación, fenómeno que empieza a extenderse.

La generalización en el mundo occidental de un serio enfado de las poblaciones con respecto a sus dirigentes resulta obvia. Los electores no se sienten representados. El malestar forma ya parte del clima político ordinario en el mundo democrático. De aquí, ciertas innovaciones. La más radical es el referéndum revocatorio. Por iniciativa popular, se somete a referéndum la actuación de un gobernante y, si su gestión resulta mayoritariamente censurada, es desposeído del cargo antes de que finalice su mandato original. No es infrecuente en los EE.UU., tal como sufrió el junio pasado el Fiscal de San Francisco.

En Europa, menos libertarios, después de importar un llamado sistema de primarias, que nada tiene que ver con su original norteamericano, por la designación de candidatos a todo tipo de elecciones, se ha introducido la apelación a las bases. Eso con actividades previas a las elecciones —sobre una vida dinámica de los partidos no siempre presente—, como la redacción de los programas en comités o el seguimiento de la política llevada a cabo, hacen que la militancia e, incluso, los simpatizantes, se impliquen en la cosa pública. Significa un claro refuerzo de la participación política de los ciudadanos.

Llegan las elecciones y las cosas no siempre son conformes al gusto de los programas. Surgen dificultades, incluso desavenencias, también en gobiernos monocolores. Se imponen cambios de estrategia. No digamos cuando los gobiernos son de coalición. ¿Qué hay que hacer ante el cambio del escenario no querido? ¿Qué sucede si uno de los elementos de la coalición entiende que la convergencia gubernamental no funciona tal como se había pactado? ¿Qué sucede si hay que cambiar a los líderes?

No es legítimo rehuir la responsabilidad decisoria que tienen las cúpulas de los partidos escudándose en la democracia directa. Remendar el sistema de decisión partidaria a conveniencia es disfuncional y es un secuestro real de la soberanía popular

El nuevo recurso, de momento no frecuentado, es llamar a las bases. Este llamamiento a las bases carece de toda la legitimidad democrática que otorga el sufragio universal. En efecto, en el Reino Unido, de casi 45.500.000 electores, votaron en las últimas elecciones, en 2019, apenas 32.000.000 (el 67,5%). Sin embargo, el cambio de premier lo han aprobado unos 150.000 militantes tories. Eso supone una especie de retorno a la representación estamental o, si se quiere, censataria, pues desmenuza el sufragio universal y los mecanismos institucionales para llegar a cada una de las magistraturas públicas electivas. Haber ganado unas elecciones, que Johnson ganó abrumadoramente, no supone un título de propiedad del 10, Downing Street, por, como mínimo, 5 años. Sospechosamente, este cambio se ha producido en un momento en que en las encuestas el conservadurismo británico sale apaleado.

Aquí, ante la crisis entre ERC y JuntsxCat, esta última formación ha decidido apelar a las bases para decidir si siguen —¡sin poner condiciones!— en el Govern o se marchan —¡sin saber qué tipo de oposición/colaboración se llevará a término!—. Después de haber obtenido 568.002 (20,4%) votos de un censo de más 5.600.000 potenciales electores, ahora, como máximo, el 1,3% de su electorado decidirá al respecto. Estos números suponen, en la práctica, un partido ultraextraparlamentario y, por lo tanto, irrelevante, dado que el censo de las bases no significa más allá del 0,11% del total de los posibles votantes. En un grupo así se deposita la viabilidad del Govern. Dicho de otra manera, como ya pasó con la extravagancia de la CUP en el 2015, una minoría que nadie ha elegido, es decir, sin ninguna legitimación, cambia o ratifica el rumbo de un país. Estamos ante una clara apropiación de magistraturas públicas, directa o indirectamente, fruto del sufragio universal. Y al margen del funcionamiento democrático, constitucionalmente forzoso, de los partidos.

Para acabar de arreglarlo, y a pesar del alcance real de los efectos de la política pública de la consulta, los ciudadanos no pueden controlar el proceso electoral interno, no hay ninguna garantía para prevenir defectos o, incluso, pucherazos, que se puedan reclamar. Que la máquina electoral partidaria, que no es ningún organismo constitucional, funcione correctamente, podrá contentar a sus militantes, pero no satisface el derecho público y fundamental de todos los ciudadanos a la participación en condiciones de igualdad en los asuntos públicos. Ítem más: una vez vamos sabiendo qué piensan los dirigentes de JuntsxCat sobre la pregunta —y sus antecedentes, tema en el cual tampoco entro ahora—, aparte de las cláusulas de estilo habituales de felicitarse por la democracia interna y otros, ¿sacarán consecuencias?, es decir, ¿darán un paso al lado los que vean que su opción no ha salido ganadora? Eso también es democracia. Ampararse en las bases es salirse por la tangente y desplazar la responsabilidad propia a aquellos que no la tienen. Encima no tienen toda la información para decidir ni han debatido como lo han hecho sobradamente sus líderes. La complejidad es la razón de la delegación de la toma de decisión.

Ya sea por falta de ánimo, ya sea por cinismo, no es legítimo rehuir la responsabilidad decisoria que tienen las cúpulas de los partidos escudándose en la democracia directa. Si fuera así, todas las decisiones tendrían que ser sometidas a la deliberación y ratificación de la militancia, cosa absolutamente ridícula. Remendar el sistema de decisión partidaria a conveniencia es disfuncional y es un secuestro real de la soberanía popular. En efecto, una élite se apodera del poder de marcar el rumbo. Y al ciudadano, que ya ha ejercido constitucionalmente su derecho al voto, se lo expropia de su derecho de soberanía democrática. Nefasta modernidad.