Ayer sabíamos que, por segundo año consecutivo, Barcelona pierde habitantes (el padrón municipal es de 1.639.981 personas, un 1,2% menos que en el 2021) y que la natalidad contabilizada este año en la capital del país es la más baja desde 1939. La noticia certifica una intuición compartida por la mayoría de barceloneses; cada vez tenemos nuevas de más amigos, conocidos y saludados que se piran de la ciudad, fatigados por el auge de precios en la vivienda y los bienes de primera necesidad. Primero fue la peña de mi quinta, que huyó del Eixample montándose la vida en el territori, donde disponen de un mejor acceso a servicios públicos, felices de poder comprarse una masía con el precio que les comportaba el alquiler. Ahora también son los jóvenes, que se marchan de Barcelona (y la cosa es más preocupante) porque la ciudad no solo les parece cara, sino nociva para la salud y tremendamente aburrida.

Es normal que la Oficina Municipal de Dades escude este éxodo en el impacto de la covid y el saldo migratorio. No negaré los efectos de la pandemia y el retroceso de recién llegados a la ciudad; sin embargo, insisto, hay bastante con aguzar el oído a la mayoría de colegas exiliados para entender que estamos al inicio de una evasión que irá a más durante los próximos lustros. Admitámoslo; hoy por hoy, Barcelona es una ciudad cara, altamente incómoda y que no despunta en ninguno de la mayoría de ámbitos de excelencia urbana. Servidor es más barcelonés que la estatua de Santa Eulàlia y, en cuarenta y tres años, solo me he permitido vivir en un barrio de Barcelona que denominan Nueva York; pero si me preguntan los motivos para vivir en la capital de Catalunya en 2022 (y, es más, para tener la osadía de tener descendencia) se me paraliza la boca. Le pese a quien le pese, hoy Barcelona es un lugar del cual hay que huir a toda prisa.

Si nada cambia, y soy altamente pesimista, Barcelona corre el riesgo de convertirse en una ciudad absolutamente desierta y vieja. Todo esto no es fruto de la casualidad. Hace muchos años que estamos comandados por una administración que tiene la pérfida intención de empobrecer la ciudad y que ha conseguido –y la cosa tiene mérito– revertir la buena gestión de los alcaldes del PSC. Como siempre pasa con los comunistas, Ada Colau no ha cubierto con cemento una ciudad donde los ricos sean menos ricos, sino donde los pobres son más pobres y la clase media ya es una rémora del pasado. No la culpo; su programa electoral se basaba en españolizar Barcelona y convertirla en una capital de provincias más del reino. Así lo ha hecho. Por tercer año consecutivo, menos de la mitad de barceloneses (el 48,8%) son nacidos en la ciudad, una cifra que aumentará con el éxodo de catalanes de la capital y la progresiva disminución de las familias.

Barcelona es una ciudad cara, altamente incómoda y que no despunta en ninguno de la mayoría de ámbitos de excelencia urbana

Este último dato también implica un corolario nada menor. De hace unos cuantos años, en Barcelona no se habla catalán. Las cifras de atención en nuestra lengua en sectores como la medicina o el comercio de proximidad dan ganas de tirarse de una de las nauseabundas torres de la Sagrada Familia. En eso tampoco hay que injertarse de muchos estudios ni estadísticas. Vivo en Ciutat Vella, un barrio donde el comercio ancestral aguanta como puede el ataque de tiendas y de establecimientos pensados únicamente para satisfacer un turismo cada vez más hortera en que el catalán se empieza a convertir en una reliquia parecida a las murallas que abrazan la Catedral. Todo eso todavía resulta más deprimente si pensamos en la oposición al colauismo, hasta ahora encabezada por el abuelo Ernest y a la que muy pronto, si los convergentes vuelven definitivamente, sumaremos el padrino Xavier. Savia nueva y nuevas políticas... en fin.

Avisé hace mucho tiempo de que Barcelona no se podía permitir una administración amateur ni una alcaldesa española. Pero en aquel tiempo me decíais que era demasiado radical, que pecaba de intolerante, que se podía decir lo mismo en otras palabras... y toda una serie de mandangas que ahora os tendréis que tragar con patatones mientras hacéis las maletas del barrio hacia un lugar donde vuestra máxima aspiración será levantaros con el canto del gallo y cultivar unos tomates espléndidos. Hubo algún político que osó deciros la verdad, pero su inteligencia debió heriros el orgullo. Vosotros mismos. Aquí tenéis el resultado. A mí me sabrá muy mal dejar este desierto de padrinos en que se convertirá muy pronto mi querida rosa de fuego. Pero es inevitable; tendremos que volver a hacer las maletas, ver si en la cuadrícula norteamericana está la posibilidad de renacer.