ElNacional informaba el pasado domingo de que, por primera vez en la historia, las personas de nacionalidad extranjera ya son más de una cuarta parte de la población barcelonesa registrada. Este porcentaje, publicitado por la Oficina Municipal de Dades del Ayuntamiento, y similar al de otras ciudades atractivas y globalizadas del mundo, ponía sombra de trascendencia a un dato todavía más relevante: en el último cuarto de siglo, los nativos barceloneses han disminuido en unas 100.000 personas. A su vez, a pesar de que los oriundos de Catalunya siguen siendo mayoría en la ciudad, la tendencia demográfica va claramente a la baja. Dicho de otro modo, y lo escribo por enésima, Barcelona va quedándose paulatinamente sin barceloneses; y de una forma todavía más radical, la capital sufre de un éxodo de los habitantes y las familias que han cimentado su historia a lo largo del tiempo.

Que Barcelona sea una ciudad de acogida (sobre todo, dicen los datos, de conciudadanos de nacionalidad italiana que, en realidad, son argentinos que vienen a hacer de camareros y te sirven indefectiblemente un café con leche cuando lo has pedido "con hielo") resulta algo maravillosa, faltaría más. Pero el éxodo de nuestros indígenas despersonaliza los barrios, y los brooklyniza de un modo espantoso. Hace pocos días, hablaba con un vecino de tercera generación en el Poblenou, que lamentaba a lágrima viva no poder comprar un apartamento de ochenta metros cuadrados en su barrio por menos de 800.000 euros. A pesar de no poder vivir en su ciudad, faltaría más, este vecino de las calles donde nacieron mis padres no tiene derecho a protestar, pues aún tiene que agradecer poder cascarse un brunch californiano en la calle Marià Aguiló o zamparse las hamburguesas veganas más cuquis de Europa en la Rambla marítima.

Paradójicamente, mientras muchos barceloneses tienen que largarse de su ciudad porque no pueden vivir en ella, la población de la capital no para de crecer y ya vuelve a igualar las cifras de los años noventa. Los datos no engañan: el Ayuntamiento informa de que el 85% de los nuevos residentes son extranjeros. De hecho, si lo miramos por franjas de edad, los conciudadanos recientemente empadronados de entre 25 y 39 años ya son mayoritariamente guiris (concretamente, un 57%). A su vez, hay que notar especialmente cómo la mayoría de dichos recién llegados nacieron fuera de la UE y tienen una concepción de la ciudad —y una cultural del trabajo— alejada de los cánones europeos. Destacar esta franja de edad es importante, pues acostumbra a conformar el instante en el que una persona se consolida a nivel laboral y, al menos cuando existía eso de la clase media, empieza a disfrutar de seguridad económica.

Mientras muchos barceloneses tienen que largarse de su ciudad porque no pueden vivir en ella, la población de la capital no para de crecer

No hay que ponerse tremendistas. Hay ciudades del mundo, como Londres o Nueva York, con un porcentaje próximo al 40% de extranjeros. Pero estas, ¡ay!, son megaurbes con la capacidad de acción política de una capital de estado y unas pautas de asimilación cultural de los recién llegados mucho más efectivas (normas que, dicho sea de paso, de imponerlas en Barcelona con igual énfasis, los españoles nos acusarían directamente de nazis... y todo por hacer cosas tan normales como exigir el conocimiento de nuestra lengua a los estudiantes extranjeros). Por otra parte, los recién llegados que viven y se empadronan en Barcelona conservando su nómina europea, encuentran nuestra ciudad cojonuda y baratísima; no como los indígenas, que nos hemos acostumbrado a salir del mercado municipal con una cara de bobos importante, al comprobar que llevamos cuatro cosas en la bolsa y ya nos han soplado cien euros.

Pues bien, después de todo este rollo patatero uno esperaría alguna reacción (¡o una simple idea!) de nuestro querido Ayuntamiento. Pero visto el silencio, la pregunta se impone: ¿hay alguien, una sola persona dentro de la administración barcelonesa, que esté pensando en cómo acabar con esta sangría de ciudadanos exiliados de su casa? No la busquéis, porque aquí lo único que se mueven son las sillas. Mientras Barcelona se queda sin barceloneses, la única ocupación de Collboni y Trias es prepararse para el enésimo reparto de sillas en el Ayuntamiento de la sociovergencia. Estos, los funcionarios de la política, sí que podrán quedarse en su casa; ellos, eso sí, no se mueven nunca. Aunque sean los responsables últimos de una ciudad que los barceloneses tendremos que acabar visitando como simples turistas.