Hay dos maneras de conseguir que alguien no exprese sus propias ideas o la información de la que dispone sobre una cuestión: por acción de una tercera persona -censura- o por "propia decisión", sin que nadie aparentemente se lo imponga -autocensura-. La autocensura consiste en que uno mismo se limita a expresar aquello que sabe que no genera conflicto con los demás, que sigue una línea segura, donde no recibirá críticas ni tendrá que sentir la presión externa que le obligue a tener que dar explicaciones. La autocensura generalmente se desarrolla para evitar conflictos y estos pueden ser en relaciones personales como, por ejemplo, evitar el conflicto con seres queridos a los que, si les dices lo que realmente piensas podrías hacerles daño, o puede darse en términos sociales: evitando exponer tus ideas en círculos más amplios para evitar discusiones, y sobre todo, sentirte apartado. 

La mayoría de la gente suele regular su libertad de expresión en diferentes circunstancias: en el ámbito laboral, en su entorno de convivencia, en su propia familia. Un cierto control puede considerarse como una habilidad para la convivencia, una forma de diplomacia, una herramienta a veces mal entendida de inteligencia emocional. Está claro que dejar de decir lo que se piensa puede mantener la "paz" hasta cierto punto: pero cuando lo que uno piensa comienza a "hacerse bola" puede llegar a suponer un problema tanto para quien se muerde la lengua como para quienes conviven en una realidad que quizás no sea la que creen. 

Durante los últimos años hemos vivido censura y autocensura por cuestiones políticas. Algo muy habitual en España, donde la transición desde la dictadura se fundamentó precisamente en silenciar aquellas voces que pudieran resultar críticas, incómodas con todo lo que quería dejarse tapado bajo la alfombra. Voces que decían verdades. El silencio utilizado como arma de represión que venía heredado del franquismo, aquella época en la que una parte de la sociedad española debía "disimular" lo que pensaba, lo que sentía, lo que quería. Una forma de vivir que afectaba a "vencedores y vencidos", pues obligaba a todos a simular una realidad llena de dolor, de injusticias, de miedo. La autocensura ha sido la forma de vida para cientos de miles de personas que hoy, siendo ya muy mayores, siguen poniéndose el dedo índice en la boca cuando se les pregunta alguna cosa de la que no pudieron hablar durante años por temor a las represalias. Me pregunto si no tenemos demasiado incorporado en nuestro ADN eso de autocensurarnos para evitar tener problemas. Me pregunto si no será una marca que nos queda a una sociedad con demasiados secretos que guardar

Se suponía que con la moderna y resplandeciente democracia esto de la censura se habría terminado. La libertad de expresión amparada por la Constitución, el derecho a la información como garantía abrían la puerta para que el aire se limpiase. Supuestamente. Sin embargo, la realidad es muy distinta: en España no se puede hablar de todo, no se puede debatir, porque carecemos de una cultura democrática necesaria para entender que las opiniones discrepantes pueden ser enriquecedoras. Porque no somos capaces de asumir que cambiar de idea puede ser sano. Porque entendemos que el debate supone enemistad y distanciamiento. 

Como señalaba, en los últimos años el grado de censura y de autocensura ha sido elevado en cuestiones de índole política. Los que hemos trabajado el asunto de la soberanía en Catalunya lo sabemos muy bien: los medios de comunicación estatales mayoritarios han cerrado las puertas a las opiniones que pudieran explicar los fundamentos del soberanismo. Algo que no era nuevo pues con Euskadi el silencio fue todavía mayor: sencillamente el relato único del "todo es ETA" cerró la puerta a cualquier posibilidad de entendimiento. La falta de diálogo y de posturas variadas genera después la imposibilidad de resolver los conflictos. En cualquier ámbito

Ahora es la pandemia la que nos mide las palabras, la que ha generado un contexto realmente asfixiante en el que intentar obtener información, opinar, más allá de lo "políticamente correcto" se ha convertido en un ejercicio de riesgo. Bajo la etiqueta de "antivacunas" se señala a cualquiera que se haga preguntas, que quiera conocer qué está sucediendo. La prudencia de algunos se denuncia como irresponsabilidad e insolidaridad. El retorcimiento de los conceptos está llegando a un punto en el que las palabras están perdiendo el sentido que antes tenían. Observo demasiado a menudo que la gente con la que hablo tiene miedo de decir abiertamente lo que piensa. Conozco varios casos en los que han decidido esperar a vacunarse, porque no están seguros, porque tienen miedo, porque los posibles efectos adversos generan rechazo, porque quieren estar mejor informados y dejar que pase algo más de tiempo para dar el paso. Algunas de estas personas han decidido no explicar su punto de vista porque los ataques que reciben, los comentarios y el intento de convencerles les resulta asfixiante. Y dicho sea que estas personas suelen estar más informadas que la media. 

Asomarse a las redes es desolador: desde aquellos que directamente pretenden culpar de la quinta ola a quienes no se vacunan, hasta quienes plantean que, si esta gente cae enferma y termina en la UCI, no deberían atenderles en la Seguridad Social. Unas auténticas salvajadas que se están promoviendo gracias a la falta de libertad real para opinar, a la falta de respeto a los discrepantes y, por qué no decirlo, gracias al miedo que se está haciendo fuerte en la sociedad que prefiere no plantearse ninguna duda, ninguna posibilidad adversa. La seguridad de creer a pies juntillas la versión "oficial", sin hacerse preguntas, degenera en que el hecho de que otros se las hagan pueda llegar a incomodar. Las dudas de unos suponen la incomodidad de quienes no quieren tener ninguna. De los que solo quieren tener certezas. Y desgraciadamente, en estos momentos, las certezas no son muchas. 

¿Cómo no se va a hacer preguntas la gente cuando en el inicio de la pandemia se nos insistió en que la luz estaba al final del túnel con la llegada de las vacunas y ahora nos dicen que la tercera dosis va a ser una de tantas que tendremos que ponernos para intentar protegernos de algo que muta y que infecta también a los vacunados? ¿Cómo no vamos a hacernos preguntas si la información sobre los efectos de las vacunas no se facilita, sino que hay que ir a buscarla y tratar de no alarmarse mientras conocemos casos continuamente de personas a las que les está afectando, en mayor o menor medida?

¿Cómo no tener una cierta prudencia cuando, por ejemplo, en un primer momento se intentó convencernos de que los niños no contraían el virus -falso-, para después explicarnos que las escuelas eran los lugares más seguros -intentando no facilitar en la mayoría de los territorios la información sobre los miles de brotes que se daban-, para que ahora nos intenten convencer de la necesidad de vacunar a nuestros menores? Cuando algunos alertaban de que los niños se contagiaban, y sobre todo podían contagiar, se acusaba de alarmistas a quienes lo advertían. Cuando los padres y madres se organizaron para exigir información sobre los casos en las escuelas, hubo quien les mintió diciéndoles que la ley de protección de datos no permitía dar esta información (falso, lo que no se permite dar es la identidad de la persona infectada, no el número de casos). Cuando las cifras sobre menores infectados, ingresados y fallecidos, han bailado más que una peonza, ¿cómo no tener dudas? 

Hemos pasado de vivir todos encerrados, teniendo el máximo cuidado, la máxima prudencia, y alertados, a ver como quienes querían mantener el cuidado de sus hijos, solicitando el seguimiento on line, se vieron amenazados con expedientes de absentismo, o con repetición de curso para sus hijos. Hemos pasado de ver el péndulo moverse de un lado al otro. Y ahora vuelve: porque ahora nos tienen que convencer de la importancia de administrar estas vacunas a los jóvenes, después de decirnos que ellos pasan la enfermedad de manera suave en la inmensa mayoría de los casos. 

Entiendo perfectamente que la realidad que vivimos no nos aporta certezas, que la pandemia nos ha llegado como un tsunami, y que no es fácil marcar pautas que mantengan un equilibrio. Lo comprendo. Pero no creo que sea tan complicado tratar a la población sin paternalismo, sin engaños ni verdades a medias. Y son varias las faltas de transparencia que hemos sufrido y que estamos sufriendo. Lo normal es tener muchas dudas, tener mucha prudencia y desconfiar de entrada de aquello que no nos parezca seguro. Reivindico el derecho a los grises, a los colores intermedios entre el blanco y el negro: el derecho a no verlo claro y esperar, con prudencia, a tener más información.

Y no es cosa mía, es que las recomendaciones del propio Consejo de Europa así lo establecen. No se puede forzar a nadie a someterse a un tratamiento médico de ningún tipo. No se puede establecer la vacuna como obligatoria. Y esto mismo es lo que ha sucedido con la ley gallega, que recurrió el Gobierno al Constitucional, y que finalmente ha quedado en que el texto no puede establecer ninguna sanción ni obligatoriedad respecto a las vacunas. En Francia a Macron parece que se le está yendo de las manos este asunto. Tiene las calles llenas de gente protestando por su imposición con las vacunas, y algunos trabajadores sanitarios están en huelga porque consideran que nadie puede obligarles a someterse a un tratamiento que ha sido autorizado, pero no aprobado porque no ha terminado las fases de experimentación necesarias. Sí, ha leído bien: las vacunas están autorizadas por la vía de urgencia ante la pandemia, pero no están aprobadas como si fueran vacunas al uso, que requieren de años de experimentación y comprobación antes de ser administradas masivamente. 

Son varios los tribunales que han tumbado medidas como la del "pasaporte covid" al entender que no se puede segregar a la población de este modo. Y ahora, además, cabría preguntarse, sabiendo que el virus también lo contraen las personas vacunadas y son capaces de infectar a terceras personas, si mostrar un certificado de vacunación significa de alguna manera que esa persona no pueda estar generando un brote igual que alguien que no esté vacunado. Es evidente que la vacuna protege, o al menos así lo ha hecho mientras ha durado su inmunidad, a las personas más vulnerables. Pero también cabría preguntarse si en algunos casos la vacuna no podría suponer un riesgo mayor para la salud de algunas personas a la vista de los problemas que ha generado. Es una duda razonable y considero que responder con porcentajes de acierto y error es un tanto aventurado cuando no se sabe la razón de por qué a una persona puede generarle una reacción grave. ¿Es justo presionar a la gente que se hace estas preguntas? ¿Es justo forzar a quien tenga miedo a tomar una decisión sobre su salud o la de sus hijos sin tener información suficiente? 

Lo que está claro es que, si no nos informamos, no avanzamos en esta batalla de la pandemia. Pongo como ejemplo el de una mujer, trabajadora del ámbito de la salud, que sufrió anomalías en su menstruación tras ponerse la vacuna. Intentó reportarlas para informar y de entrada no quisieron hacerle caso ni registrar esos supuestos efectos como tales. Fue gracias a su insistencia, y a que hizo un llamamiento mediante las redes sociales, que consiguió recabar experiencias de miles de mujeres a las que les habían pasado cosas similares: sangrados fuera de lo normal, pérdida de la menstruación, aparición de sangrados durante la menopausia, inflamación de ganglios linfáticos. Desembocó en un estudio de la Universidad de Granada (EVA) donde precisamente se está analizando el efecto de las vacunas en los ciclos menstruales de las mujeres. Con varios miles de casos, los datos apuntan a que más de la mitad de mujeres han detectado algún tipo de anomalía. 

Hay quien considera que informar sobre estas cuestiones es "alarmar" a la población y promover así que no se vacunen. Yo, contrariamente a esta postura, considero que facilitar información es garantizar que la gente pueda tomar la decisión que consideren mejor sabiendo las posibles consecuencias, o al menos algunas de ellas, y eso es lo responsable. La alarma surge ante la falta de información, ante el intento de silenciar y acallar voces que relatan hechos ciertos. Meter en un mismo saco, el de los "antivacunas", a personas tan dispares es una tremenda injusticia: porque se ubica en ese lugar tanto a personas que sostienen teorías que niegan la propia existencia del virus -quiero pensar que es el grupo más minoritario-, pasando por personas que consideran que el virus ha sido creado para ejercer un control de la población, hasta personas que no ponen en duda la peligrosidad del virus y que sencillamente su prudencia les lleva a extremar la precaución en todo momento. Creo que estas últimas son muchas, muchísimas personas que no merecen ser tratadas como irresponsables, ni como conspiranoicas, ni como insolidarias: sencillamente son personas que necesitan más información, más garantías y sentirse seguras en un clima donde lo que rige es la absoluta inseguridad. 

Son estas últimas las que más miedo tienen a comentar lo que sienten, a plantear sus dudas, a explicar sus decisiones. Son las que se autocensuran por miedo al señalamiento, a la acusación rápida, al ataque furibundo. Son las personas que, lejos del blanco y el negro, quieren tener la paleta más completa posible de grises antes de dar un paso. Y personalmente, creo que es este tipo de perfiles los que requieren información amplia, sin paternalismos, sin amenazas y sin medidas de coacción, puesto que sencillamente son la masa social necesaria para que haya avances: los que dudan, los que siendo responsables mantienen las medidas de seguridad, pero procuran contrastar antes de afirmar nada con contundencia. 

Echo de menos información plural, debates entre científicos de distintas opiniones que nos ayuden a comprender lo que realmente estamos viviendo. La salud, efectivamente, es el bien más preciado, y en el momento en que nos encontramos, la información debe ser la herramienta que nos garantice tomar decisiones fundamentadas y responsables. A la vista está que entre la censura evidente y la autocensura cobarde no se cumple con el deber de informar a la población para que pueda tomar decisiones de manera libre, pero bien formada. Y la responsabilidad, en este caso, no es de quien apela a la prudencia, sino de quien por cobardía prefiere decir solamente aquello que no le pasará factura -al menos inmediata-. 

Mala señal es la autocensura porque indica que vivimos tiempos en los que decir lo que uno piensa, aunque pueda estar equivocado, no compensa. Y donde no compensa la libertad, es que todo lo demás falla.