Un amigo que sigue la actualidad cultural me preguntó el otro día, cuando vio que había empezado a leer La Perplexitat de Jordi Graupera. ¿Tú sabes por qué Destino ha publicado, con tan poco tiempo de diferencia, dos libros sobre los Estados Unidos de dos autores barceloneses de la misma generación? Enseguida me salió decir: “Porque el americanismus fue una de las estrategias preferidas de los socialistas catalanes de los años 80 y 90 para integrar el país en España”.

No quiero decir que Laura Calçada y Jordi Graupera hayan escrito sus libros con intenciones políticas malévolas. Aun así, sí que me parece que sus obras se inscriben en un marco que sirve para explicar la decadencia del mundo convergente y la desorientación de algunos herederos del pujolismo. Así como el europeísmo de Jordi Pujol era una forma sutil de mantener Cataluña conectada con su pasado histórico, la fascinación americana viene directamente del olvido y del dinero que trajeron los acuerdos entre Franco y Eisenhower.

No he terminado de leer el libro de Graupera, pero no creo que me equivoque. En todas las historias que cuenta sobre la familia, su adicción a los porros, o la dificultad de vencer el síndrome del impostor, veo el agujero negro del franquismo. Es el mismo agujero negro que siempre he visto en el talento artístico de Salvador Sostres. La diferencia es que el articulista de ABC llena su agujero existencial de chismes y de dinero y el delfín de Clara Ponsatí lo llena de traumas y de culpa. 

Sin quererlo, los libros autobiográficos de Graupera y la Calçada siguen la estela marcada por El Hijo del chófer, de Jordi Amat, de presentar la Cataluña de Pujol como un país de indígenas autodestructivos, incapaces de gobernarse a sí mismos. Es divertido ver como los artículos de El País que pedían enviar trenes llenos de psiquiatras durante el Procés han acabado dando contenido a la épica orquestada por el régimen de Vichy. La gracia es que ni Graupera ni Calçada no caben en la camisa de fuerza en la que pretenden encajar.

'La perplexitat' es un libro atrapado en el corte que el fascismo hizo en la historia del país, y tendremos que superarlo, si no queremos que la miseria nos vuelva a hundir.

Graupera prefiere citar a Jordi Basté que contar de quién aprendió las cosas sobre la intuición y el punto de vista que cree haber entendido. El libro está bien escrito, pero el escenario le pesa y se pierde en divagaciones que matan la promesa literaria de los mejores pasajes. Sin haber acabado el libro, estoy seguro de que no habla de los plafones fascistas que había en la portería de la casa de su tío soltero. Yo siempre sospeché que sus problemas tenían más que ver con las contradicciones que aquellos plafones debían de producir, que no con su inteligencia, como parece dar a entender de forma autocompasiva.

Estamos en un momento interesante que puede derivar hacia distintos derroteros. Graupera continúa perdido en el laberinto de su cerebro, sin ver que la cabeza y el cuerpo son instrumentos del alma, de la conciencia colectiva con la cual estamos conectados. Calçada ha escrito un libro genuino, que ha cogido desprevenidos a los imbéciles que la querían convertir en el barniz de libertad de su moralina política. El libro de Calçada tiene madera para permanecer, solo hace falta que ella sobreviva al éxito y dentro de unos años lo reescriba como estoy haciendo yo con mis primeros libros.

En cuanto a Graupera, debería preguntarse por qué Clara Ponsatí tiene una relación tan pobre con la Cataluña de antes de la guerra, a pesar de sus raíces familiares. Quizás entonces verá que su perplejidad no pasa de ser la cara buenista y pedantesca de la huida hacia adelante de Sílvia Orriols. La alcaldesa de Ripoll también está atrapada en el corte que el franquismo hizo con la historia del país. Por eso prefiere hablar de los moros que de los castellanos y cubre el problema nacional con una pátina de filosofías importadas de los Estados Unidos, como si fuera George Bush hablando del eje del mal. 

El mundo americano vuelve a hacer el papel que Feliu de la Peña ya denunciaba en su Fènix de Catalunya a finales del siglo XVII. Es un consuelo para los pobres de espíritu que no saben cómo resolver sus problemas, y una estrategia económica para disimular los saqueos castellanos. El europeísmo de Pujol resultó insuficiente para educar sus sucesores, igual que lo será la estrategia alemana de Oriol Junqueras. Pero el futuro se esconde siempre en el pasado, y el pasado de Catalunya permanece cautivo, en manos de la victoria del fascismo, y del modelo económico que permitió sustituir la ocupación militar por la inmigración. 

La gracia, y el peligro, es que la inmigración se ha vuelto un problema continental, y el último recurso de una sociedad de consumo importada de los Estados Unidos que hace aguas por todas partes. Lo que el americanismus de Orriols, de Calçada y de Graupera no sabe explicar es que habría bastante con que todos los inmigrantes aprendieran catalán, igual de bien que aprenden castellano, para que el modelo económico que los lleva hasta Cataluña dejara de ser aceptable por Madrid. La perplexitat es un libro atrapado en el corte que el fascismo hizo en la historia del país, y tendremos que superarlo, si no queremos que la miseria nos vuelva a hundir.