Le leía hace poco un tuit a la compañera Marta Rojals en el que decía que la cosa más parecida a volver a ser joven es escuchar la música de cuando eras joven. Adjuntaba la fotografía de un concierto al que había asistido, en el Palau Sant Jordi. Con el permiso de la escritora —y estando de acuerdo— añadiré que otra de las cosas que genera esta misma sensación es entrar de nuevo en nuestra habitación de cuando éramos jóvenes, la de casa de los padres. Aquel mundo detenido hace décadas donde todo se queda tal como era años atrás. Una especie de fotografía amarillenta dentro de otra época.

El tiempo se para y todo queda como la última vez que dormimos. Claro que es más fácil escuchar música que conservar un dormitorio intacto durante treinta años, pero el efecto de rejuvenecimiento es similar. La habitación, allí donde jugábamos a ser astronautas, decorando la sala con todo de papel de plata y botoncitos pintados de rojo enganchados por los muebles con celo, a modo de la sala de máquinas. Como si volando pudiéramos controlar mejor nuestro destino. Allí donde jugábamos a ser cantantes famosos, delante del espejo, con el cepillo del pelo como micrófono improvisado e inventándonos la letra con un inglés macarrónico que sonaba la mar de verídico.

En la pared, las estanterías verticales llenas de casetes, aquellas cintas vírgenes que llenábamos con canciones que sonaban en la radio y que íbamos elaborando a base de apretar el stop cuando hablaba el locutor a media melodía. Ahora ni siquiera podemos volver a escuchar aquellos popurris eclécticos porque no hay aparatos para reproducirlos y solo nos queda el consuelo de hacer girar el mecanismo con un boli bic. En la ventana, las cortinas a conjunto con el cubrecama y con los faldones de la mesa camilla. Libros de EGB, lecturas polvorientas. Fotos de todas las épocas y tamaños, mostrando peinados inverosímiles o ropa vintage y no dejando casi pared para nada más.

De vez en cuando vuelvo para saber de dónde vengo y recuerdo aquella canción de Mecano que decía que "este cuarto es muy pequeño para las cosas que sueño". Y probablemente por eso nos acabamos marchando, para crecer y volar más alto, para tener más Aire. Y también probablemente por eso acabamos volviendo, para rememorar y saber cómo éramos, para tener más raíz. Porque desde entonces hasta ahora muchos hitos se han ido desvaneciendo dentro del humo de la edad adulta y del ahora no toca, que ya sabéis que suelen decir que los locos y los niños son los únicos que dicen la verdad y que por eso en los primeros los cierran y a los segundos los educan.

Con cada colada hemos ido rasgando —quizás— una sábana de atrevimiento, de coraje, de fantasía. Nos dijeron que según qué era imposible y nos lo creímos y no todo el mundo que empezó a estudiar una carrera o a ligar acabó trabajando de aquel trabajo que tenía que durar toda la vida o acabó casándose con un amor que también se suponía que tenía que ser eterno. Quizás porque de menores confiamos más en aquello que dice Alicia en el país de las Maravillas: que es imposible solo si crees que lo es.

Madurar, desgraciadamente demasiado a menudo, es dejar de creer. ¿En qué momento aquellos sueños de dormitorio adolescente dejan de ser posibles y pasamos al plan B de la vida que la sociedad tiene pensado para nosotros? Quien dice sociedad dice entorno, familia, capitalismo. Bajamos de la nave espacial y nos ponemos a producir. Descartamos el plan A y hacemos caso de lo que nos dicen. Estabilidad. Confort. Rebaño. Pasear por nuestra habitación de cuando éramos menores o ir al concierto de un grupo de cuando éramos jóvenes es volver atrás e ir adelante al mismo tiempo. Es un viaje en el tiempo. Un trago de realidad y de nostalgia. Un cambio de hora y un cambio de era. Es conversar con el astronauta que fuimos.