La actual locura por gastar, que vemos en autopistas y aeropuertos, estos felices veinte que el sociólogo Nicholas Christakis ya previó, contrasta —o no— con el terrible mundo que nos encontraremos en otoño y que, de hecho, ya está aquí, aunque tengamos ganas de ignorarlo como un elefante en la habitación.

De entrada, la asamblea general de la OTAN en Madrid ha dibujado un mundo en estado de guerra. Ya está literalmente en Ucrania ante el expansionismo ruso. Es fría, y casi declarada, con China. Y la inmigración pasa a ser una amenaza estratégica, como hemos visto en la valla de Melilla.

Luego está el cambio climático, que provoca muertes directas como hemos visto en los Alpes. Y aunque son los propios países occidentales quienes con su política generan el calentamiento global que genera inmigrantes climáticos, blindan sus fronteras a los parias de la Tierra, especialmente en el Sahel.

Este mundo de inflación persistente, este mundo rearmado es el que en los años treinta, después de los felices veinte, llevó al nazismo al poder

Y last bust not least, la inflación. Se echa la culpa a la guerra de Putin, pero la inflación ya la teníamos aquí desde la pandemia. Por un motivo muy sencillo. Siempre que baja la oferta y sube la demanda, suben los precios. Y los confinamientos y, por tanto, los cierres económicos generaron, en un mundo globalizado, una falta de productos de todo tipo, que se seguían reclamando. La guerra ha incrementado la inflación, sí. Pero la culpa, principalmente, sigue siendo de la pandemia. O de la reacción a la pandemia. Que debían hacerse confinamientos en un primer momento es una evidencia. Que después se han hecho a la ligera, también. Y esto es culpa de muchos gobiernos, empezando por el chino, que no puede hacer lo que todavía hace, teniendo ya las vacunas; pero también de gobiernos minúsculos al lado del chino como el catalán, ralentizando la economía con toques de queda absurdos, que después generan ganas de salir en estampida. Por tanto, de demanda. La gente que ahorró, quiere gastar, y suben los precios. Pero en lugar de bajar la demanda, dado que igualmente estamos dispuestos a pagar —y que nos maltraten en los aeropuertos— porque estamos hartos de estar cerrados, los precios siguen subiendo. Un hecho, este, del que se habla muy poco.

Además, los gobiernos, con sus cierres, se vieron obligados a gastar para evitar una crisis social. Pero esto ha aumentado la deuda. Tanto que tendrán que pedir prestado para devolverla. Y con los tipos de interés cada vez más altos, subirá la prima de riesgo. Y los sindicatos querrán subir sueldos. Y los empresarios necesitarán mayores ingresos. Y subirán los precios. Y algunos tendrán que despedir a trabajadores. Y aumentará el paro y, por tanto, la deuda de los gobiernos. Un círculo vicioso. Y sólo faltaba la OTAN pidiendo más gasto militar.

Este mundo de inflación persistente, este mundo rearmado —y ahora recalentado— es el que en los años treinta, después de los felices veinte, llevó al nazismo al poder. Este es el mundo en el que subirá la extrema derecha al poder. La asamblea de la OTAN habrá sido una gran propaganda para España y para el Museo del Prado, pero da miedo, mucho miedo. Y es una irresponsabilidad increíble. Habrán facilitado lo que los nazis no consiguieron durante la Segunda Guerra Mundial: inundar Inglaterra de libras esterlinas con billetes falsificados. Activar su arma de destrucción masiva. La inflación.