La historia ofrece, a veces, espejos incómodos que los contemporáneos prefieren no mirar. Uno de ellos es el que proyecta la Sudáfrica del apartheid sobre el Israel de Netanyahu. Durante décadas, el régimen sudafricano fue defendido o tolerado por las potencias occidentales bajo la coartada de la lucha contra el comunismo. De la misma manera, Israel ha contado con un apoyo prácticamente incondicional de Estados Unidos y de la mayoría de los países europeos bajo el pretexto de la seguridad, la lucha contra el terrorismo y el recuerdo permanente del Holocausto como justificación moral.
Pero, del mismo modo que Sudáfrica acabó viéndose aislada por una opinión pública global que dejó de tolerar lo intolerable, hoy el Israel gobernado por Netanyahu —y un radicalismo que no representa a la auténtica sociedad israelí— se enfrenta a una erosión de legitimidad que no depende ya de gobiernos o alianzas militares, sino del peso de la conciencia internacional.
Conviene dejar claro que el atroz crimen de guerra —que así debe calificarse, y no como terrorismo, como erróneamente se ha venido haciendo, pues los crímenes de guerra constituyen un delito más grave y de carácter internacional— cometido por Hamás el 7 de octubre contra población civil israelí exige una respuesta penal internacional firme, proporcionada y conforme a la legalidad. Ahora bien, esa respuesta nunca puede fundarse en la invocación del derecho a la legítima defensa para justificar la comisión de nuevos crímenes internacionales, pues la legítima defensa es una institución pensada para el derecho penal común y no puede operar como eximente frente a delitos de la magnitud de los crímenes de guerra, los crímenes de lesa humanidad o el genocidio. De ahí que, de ningún modo, dicho ataque constituye justificación ni causa para perpetrar crímenes —incluso más graves— como los que Israel está cometiendo contra la población civil gazatí. Y, del mismo modo, no se debe confundir al pueblo palestino con Hamás, ni tampoco identificar al judaísmo o al pueblo de Israel con las acciones de Netanyahu y de quienes ciegamente le apoyan y justifican.
El apartheid sudafricano fue un sistema jurídicamente diseñado para sostener la supremacía blanca sobre la mayoría negra. No se trataba de un exceso puntual de violencia, sino de un entramado normativo, político y económico que convirtió la segregación en ley. Desde la Ley de Registro de la Población de 1950 hasta la creación de los bantustanes, el objetivo era reducir a la mayoría a ciudadanos de segunda, confinados en territorios fragmentados y sin derechos políticos efectivos.
La comunidad internacional, durante mucho tiempo, se mostró complaciente. En los años sesenta y setenta, Washington y Londres siguieron comerciando con Pretoria y justificaron su relación en clave geopolítica: era preferible un aliado racista que un vacío de poder susceptible de ser ocupado por la influencia soviética. Mandela fue considerado terrorista por la Administración Reagan, y Margaret Thatcher llegó a calificar al Congreso Nacional Africano de organización terrorista.
No obstante, la acumulación de imágenes de represión —los niños asesinados en Soweto en 1976, las huelgas reprimidas con fuego real, los juicios políticos sin garantías— comenzó a erosionar esa narrativa oficial. Fue la sociedad civil internacional, los movimientos universitarios, las iglesias, los sindicatos y finalmente los gobiernos presionados por sus propias opiniones públicas quienes forzaron las sanciones económicas y culturales. La exclusión de Sudáfrica de los Juegos Olímpicos, los boicots académicos, el veto a equipos deportivos y artísticos y la negativa de grandes empresas a invertir en aquel país minaron la legitimidad de un régimen que se creía inamovible.
Israel, bajo Netanyahu, ha reproducido patrones inquietantemente similares. El argumento central es la seguridad: el Estado de Israel, dicen, está rodeado de enemigos y debe defenderse. La consecuencia práctica ha sido la consolidación de un sistema de segregación que convierte a los palestinos en ciudadanos sin Estado, sometidos a un régimen de ocupación y represión que recuerda a los bantustanes sudafricanos. Cisjordania fragmentada en zonas A, B y C, los checkpoints que condicionan la vida diaria de millones de palestinos, el muro que serpentea apropiándose de tierras y separando comunidades, el bloqueo total a Gaza, las restricciones a la libertad de movimiento, las leyes que diferencian entre ciudadanos judíos y no judíos: todo ello conforma un entramado jurídico-político que no se sostiene ya en la defensa, sino en la lógica de la supremacía. Netanyahu, como antes el Partido Nacional sudafricano, ha convertido esa lógica en doctrina de Estado.
Netanyahu ha hecho perder a Israel no solo apoyos internacionales, sino también el marchamo de ser “la única democracia de la zona”, porque las democracias no actúan así
La ocupación permanente, presentada como temporal en 1967, es ahora la norma. Los asentamientos en Cisjordania, ilegales según el derecho internacional, se multiplican con apoyo explícito del gobierno. La represión violenta de manifestaciones y las campañas militares en Gaza dejan un saldo humano que escandaliza a la opinión pública global y que erosiona, día a día, el relato de la seguridad. Con ello, Netanyahu ha hecho perder a Israel no solo apoyos internacionales, sino también el marchamo de ser “la única democracia de la zona”, porque las democracias no actúan así.
La historia del apartheid enseña que las narrativas oficiales pueden sostener durante décadas sistemas injustos, pero que la acumulación de imágenes, testimonios y contradicciones acaba generando un punto de inflexión. En Sudáfrica, el momento decisivo llegó cuando la comunidad internacional ya no pudo justificar su complicidad. Hoy, algo semejante empieza a producirse con Israel. Lo que hace veinte años era impensable —el cuestionamiento de la ayuda militar estadounidense, el debate sobre sanciones, el boicot académico y cultural, la discusión sobre si Israel practica un régimen de apartheid— ahora se abre paso incluso en foros oficiales.
Amnistía Internacional y Human Rights Watch han empleado la palabra prohibida: apartheid. La ONU ha emitido informes contundentes al respecto. Universidades y colectivos profesionales debaten boicots, y en el interior de Estados Unidos y Europa las comunidades judías progresistas rompen con la política de Netanyahu. El sustrato es siempre el mismo: la imposibilidad de sostener indefinidamente una narrativa de seguridad cuando las imágenes de decenas de miles de niños muertos bajo escombros circulan en tiempo real por las redes sociales. La inmediatez comunicativa ha pulverizado la hegemonía discursiva de los gobiernos y de los grandes medios. Lo que antes tardaba años en erosionar la legitimidad, hoy sucede en cuestión de semanas.
Frente a esa erosión aparecen intentos de trivialización o banalización. La actual versión de la flotilla a Gaza es un ejemplo claro. Lo que en 2010 supuso un gesto de resistencia civil y solidaridad internacional —y que Israel reprimió con violencia, dejando varios muertos— se ha convertido en un espectáculo frívolo, mediatizado, diseñado más como show político que como acto de denuncia. Pero esa frivolidad no oculta la tragedia, sino que la acentúa. Cada intento de convertir la represión en espectáculo subraya la desconexión entre la propaganda oficial y la realidad vivida por millones de palestinos.
Aquí la comparación con Sudáfrica vuelve a ser pertinente: el régimen del apartheid utilizaba a su selección de rugby como escaparate de normalidad mientras mantenía a la mayoría en guetos sin derechos; Israel, del mismo modo, intenta proyectar una imagen de vitalidad democrática mientras mantiene a Gaza sitiada y a Cisjordania ocupada. Y como sucedió con Sudáfrica, la instrumentalización de espectáculos deportivos o mediáticos acaba volviéndose contra quienes los promueven: la frivolidad en tiempos de tragedia es el peor aliado de un sistema injusto.
La diferencia sustancial es que Sudáfrica terminó cediendo cuando su aislamiento internacional fue total. El gobierno de Pretoria comprendió que no podía sostener indefinidamente un régimen que lo había dejado sin comercio, sin inversiones y sin legitimidad diplomática. Israel, en cambio, aún cuenta con el apoyo decisivo de Estados Unidos y la complicidad de Europa. El suministro de armas, la cobertura diplomática en foros internacionales y la ausencia de sanciones duras permiten que el régimen de Netanyahu mantenga su estrategia.
Hoy Netanyahu encara un escenario paradójico. Su política, pensada para sostenerse en la alianza incondicional de Occidente, comienza a perder apoyos. Le quedan, en realidad, pocos aliados fiables, y entre ellos, de forma brutalmente irónica, se encuentra Hamás. Porque Hamás, con su estrategia de violencia y su radicalidad, refuerza la narrativa que Netanyahu necesita para justificar la ocupación y el bloqueo. Sin Hamás, la imagen de Israel como fortaleza asediada perdería eficacia. Y sin Netanyahu, Hamás perdería a su antagonista indispensable para sostenerse como referente de resistencia armada.
Ambos se alimentan mutuamente, como polos opuestos que solo existen en la medida en que el otro pervive. La tragedia es que millones de palestinos y muchos israelíes pagan el precio de esa simbiosis. Lo mismo que el apartheid acabó siendo insostenible no por voluntad de sus dirigentes, sino porque la comunidad internacional decidió que no podía seguir siendo cómplice, el Israel de Netanyahu acabará enfrentándose a un punto de no retorno en el que ni Hamás ni los últimos apoyos diplomáticos, ni la propaganda podrán ocultar la verdad: que ningún sistema de opresión sobrevive eternamente contra la corriente de la historia.