Si yo fuera —Dios me libre— el candidato Carles Puigdemont, tendría muy claro qué hacer y también que no lo desvelaría hasta el último minuto. Creo que él también lo tiene bastante claro. Haría lo que el Pepe de la mítica película de Alfredo Landa y José Sacristán, solo que en lugar de Alemania, me presentaría en España y dejaría que el Estado de Derecho siguiera su curso, que termina, inevitablemente, en una investidura presencial.

Lo demuestran los ataques de nervios e hiperventilaciones producidas por el viaje del president a Dinamarca, el pinturero auto del juez Pablo Llarena desvelándonos que ser detenido formaba parte de un perverso plan del taimado Puigdemont para forzar su investidura, o la patética prohibición de usar la sede catalana en Bruselas dictada por Soraya Sáenz de Santamaría, cada vez más metida en su papel de Tangina Barrons, la vidente de Poltergeist, a la caza de espíritus y candidatos fantasma; como ha tenido que recordarle nada menos que el Consejo de Estado informando negativamente su disparatada y tramposa intención de impugnar de manera preventiva la candidatura del president, en otra nueva variante de la teoría del precrimen que parece regir para Catalunya y que lleva a castigar los crímenes antes de que se cometan, como en la inquietante Minority Report de Steven Spielberg.

Ni el juez Llarena tiene muy claro qué pasaría si Puigdemont se presenta en el Parlament el día de la investidura. Solo sabe que, si lo detienen por medio de una euroorden, no tiene asegurado procesarlo por el delito de rebelión; por eso no la dicta. A partir de ahí, todo es posible y lo único seguro parece el monumental pollo jurídico y político que se desencadenaría.

Con la ley en la mano no existe razón jurídica alguna que permita anular o impedir un pleno donde el candidato a president se presente cumpliendo todos los requisitos establecidos por la normativa parlamentaria

Con la ley en la mano —artículo 57 del Estatut— no se puede detener a un diputado del Parlament salvo “en caso de flagrante delito” y resulta meridiano que éste no sería el caso. Aun dando por descontado que el candidato tenga que pasar por el trago de ser arrestado, difícilmente se le va a poder mantener en prisión y mucho menos impedirle acudir al pleno de Parlament a defender su candidatura sin forzar el espíritu de la ley más allá de la violación. Fugado o no, Carles Puigdemont sigue en plena posesión de sus derechos políticos y puede elegir y ser elegido president mientras una sentencia firme no estipule lo contrario. Con la ley en la mano la policía no puede entrar sin autorización en el Parlament, con la ley en la mano no existe razón jurídica alguna que permita anular o impedir un pleno donde el candidato a president se presente cumpliendo todos los requisitos establecidos por la normativa parlamentaria.

Además del monumental embrollo jurídico que se montaría si el candidato se presenta el día de la investidura, no resultaría menos instructivo el fenomenal jardín político donde debería meterse un gobierno forzado a detener a un diputado legítimamente elegido para formar parte de un Parlament legítimo que ha salido de unas elecciones convocadas por ese mismo gobierno. Felipe VI puede quedarse a vivir en Davos para intentar explicarlo, no le serviría de nada porque simplemente no se puede explicar.