La política ibérica ha dado grandes oradores y dialécticos. Gentes que sabían cómo defender su razón y desmontar el argumento del contrario con inteligencia, rigor, sagacidad e ironía. Para defender con firmeza y contundencia sus ideas y sus propuestas no necesitaban descalificar al otro recitando un santoral de adjetivos degradados a ultrajes, regodearse en el insulto y la descalificación, gritarla y repetirla en voz alta como si ello les produjera una satisfacción que rozase lo sexual.

Malos tiempos estos para los Salmerón, Pi y Margall, Canalejas, Azaña o Concepción Arenal. Hoy sus señorías sólo parecen capaces de elegir entre el serrín y el estiércol a la hora de practicar la política: o el serrín de un discurso fiado a la idea de que una mentira, o una estupidez, o una barbaridad, repetidas mil veces acaban siendo la verdad, o el estiércol del agravio desbocado y la ofensa a discreción.

Se imponen aquellos que solo saben insultar, aunque ni eso saben hacer porque insultar como es debido es un arte que sólo los más grandes llegan a dominar. La violencia verbal se ha convertido en normalidad en los parlamentos, en las tertulias y en los medios. Igual que la comedia de hacerse el ofendido y montar un espectáculo a lo gran “Drama Queen” después de haber descargado desde el escaño o desde el atril una rimbombante colección de epítetos y desprecios contra todos aquellos que no piensen como el indignado.

El rival político se ha convertido en alguien que debe ser señalado, descalificado, ultrajado, humillado, imputado, acusado, condenado y, a ser posible, encarcelado

El rival político, o simplemente el discrepante, se ha convertido en alguien que debe ser señalado, descalificado, ultrajado, humillado, imputado, acusado, condenado y, a ser posible, encarcelado. Las tribunas se han llenado de vendedores de crecepelo y charlatanes de taberna y tertulianos de un reality show. Nunca hemos tenido tantos ejemplos en activo de que, como bien dijera Winston Churchill, un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema.

Aún más deprimente resulta el acalorado debate subsiguiente que se instala entre opinadores y audiencias tratando de discernir quién había insultado más, mejor, con más razón, con más ingenio o con más sentido de espectáculo. La conversación pública es un insultómetro interminable donde todos nos dedicamos a sacar tarjetas rojas y pulsar botones para puntuar los escarnios de unos y otros. Y si algo nos enseña la historia es que, cuando el debate público se llena de barro, los únicos beneficiados son los cerdos.

Si entre sus señorías aún queda alguno o alguna que crea que su trabajo consiste en dignificar la política, que su responsabilidad reside en llevar con integridad el exigente compromiso de representarnos y que no nos merecemos que nos traten como si fuésemos una chusma ignorante y fácilmente excitable, ahora es el momento de dar un paso al frente y dejar de estar callado. Es tiempo de que alguien ofrezca algo mejor que serrín o estiércol, aunque le salga caro.