Había muchas opciones de que acabara pasando y así ha sido. El famoso hámster del procés de mi amigo Jordi Basté ha acabado encerrado en una ratonera. Olvídense de las pomposas llamadas a la unidad y las patrióticas declaraciones invocando a la nación, al pueblo o a la Historia. Quédense sólo con los hechos. Las pruebas parecen irrefutables a la vista de los anuncios y contraanuncios de acuerdos, acuerdos matizados y desacuerdos camuflados. Unos y otros han caído en su propia trampa.

A JuntsxCat solo le vale investir a Carles Puigdemont a distancia y, desde la fortificada posición de president, ya se verá cómo se provoca que al gobierno español no le quede otra salida que sentarse a negociar, presionado por una UE que no quiere ni efecto contagio, ni efecto llamada. A ERC el único resultado que no le vale es investir a Puigdemont y que éste la ejerza telemáticamente. Primero porque sería un agravio para la paciente y admirable resistencia carcelaria de Oriol Junqueras. Segundo porque en ERC siguen pensando que el PDeCAT está muerto y sólo lo ha revivido la marca de Puigdemont ejerciendo como president en el exilio; necesitan removerlo de la ecuación para lograr, por fin, la hegemonía en el espacio nacionalista.

Aunque consigan llegar a un acuerdo in extremis sobre la investidura, siempre será una mayoría inestable por basarse en la mutua desconfianza

En mis tiempos de estudiante neomarxista eso se llamaba contradicción estructural. Ahora que ha triunfado la Teoría de Juegos se llama “dilema del prisionero”. Ya sabemos cómo suele acabar: ambas parte se traicionan mutuamente porque resulta lo más racional desde su cálculo individual. Aunque consigan llegar a un acuerdo in extremis sobre la investidura, siempre será una mayoría inestable por basarse en la mutua desconfianza y precaria porque ambos tienen múltiples incentivos para jugársela al otro.

La cuestión no es Puigdemont sí o no, como erróneamente insiste el “torquemadismo” que domina la política y los medios españoles, siempre deseosos de tener a alguien a quien quemar en la hoguera. En el nacionalismo catalán no se dirimen cuestiones personales, sino un conflicto estratégico de largo alcance: o seguir con la estrategia de forzar los límites porque parece la única manera de asegurar que el gobierno español acabe negociando una salida, o dar por concluida esa vía y volver a la acción política para avanzar hacia la independencia dentro de la vigente normalidad institucional.

Si en el llamado bloque constitucionalista quedara algo de cabeza, la estrategia del cualquiera con un mínimo sentido de Estado sería agudizar esa contradicción tendiendo puentes hacia los partidarios de volver a la acción institucional. Pero los partidos no nacionalistas también se hallan atrapados en su propia ratonera de oportunismo y tacticismo electoral: el que se mueva, muere despedazado por los otros.