A falta de sustancia penal y ante el tambaleante caso que presenta la fiscalía, la vista de la Causa especial 20907/2017 se ha convertido en un juicio a la política… del gobierno de Mariano Rajoy. Quienes debaten aún si estamos o no ante un juicio político tienen una nueva categoría para entretenerse. Tras las declaraciones de los acusados, el carrusel de ministros del anterior ejecutivo nos ha dejado una decena de horas que han aprovechado para defender su propia gestión, pero han malgastado como aportaciones relevantes para la causa penal. Como repite con frecuencia el presidente del tribunal, Manuel Marchena: estamos perdiendo el tiempo.

La sucesión de testificales de los miembros del anterior gobierno solo sirvió para que volvieran a explicarnos que hicieron lo que tenían que hacer y que la culpa de todas las desgracias y problemas que vinieron a consecuencia de sus decisiones recae en los demás. El contrapunto lo aportó el lehendakari Urkullu, quien sí se comportó como un testigo capaz de recordar con precisión hechos y detalles, dispuesto a contestar con claridad a las preguntas y delimitar su tarea como intermediario entre presidente y president. El ridículo lo hizo Vox, llamando a un Xavier Domènech que ni estaba en Barcelona el día de autos.

La visión ofrecida por los testimonios de Soraya Sáenz de Santamaría, Cristóbal Montoro o Juan Ignacio Zoido no puede resultar más precaria y deprimente para el estado español. El gobierno español se informaba por las televisiones y los digitales. Les preocupaba mucho la situación de violencia potencial, pero no tuvieron un minuto para descolgar el teléfono y llamar a los responsables policiales en primera línea, para enterarse de qué estaba pasando realmente. Las cargas policiales las ordenaron los operativos y en la dimensión política no había nada que decidir o hacer porque todo era ilegal.

Es curioso lo que ocurre con la soberanía; para ser un concepto abstracto que no le importa a la gente, hay que ver cuántos agravios se cometen en su nombre

La conclusión resulta obvia: la supuesta rebelión, el golpe del cual Pablo Casado o Albert Rivera despotrican con tanta indignación, fue gestionado a su criterio por un coronel de la Guardia Civil, Pérez de los Cobos, a quien los responsables políticos no llamaban y con quien incluso parece que procuraban no hablar mucho; no fuera ser que hubiera que tomar alguna decisión y meterse en política, que ya decía Franco que era algo que él mismo procuraba evitar.

Mariano Rajoy lo resumió mejor que ninguno de sus ministros: la cosa pintaba mal desde el principio, lo avisó por activa y por pasiva, pero la soberanía nacional no se negocia. Es curioso lo que ocurre con la soberanía. Para ser un concepto abstracto que no le importa a la gente y que no paga ni las escuelas ni los hospitales, hay que ver cuántos agravios se cometen en su nombre.

Aunque, siendo justos, no todo ha sido en vano. Escuchar al presidente del Gobierno afirmar que no le dedicaron mucho tiempo a valorar si se declaraba el estado de emergencia, alarma o sitio, aporta un dato de relevancia penal indiscutible para valorar la escasa entidad que el poder ejecutivo atribuía a la supuesta amenaza rebelde. La última vez que un gobierno español hizo frente a una sedición, luego condenada penalmente, la protagonizada por los controladores aéreos, no tardó ni 24 horas en declarar el estado de emergencia. Y eso no es una opinión, es un hecho.