¿A dónde va el Supremo? Era la pregunta que nos hacíamos en este mismo espacio hace apenas un par de semanas y ya tiene respuesta. En el Supremo caminan juntos de la mano hacia la extinción, como los dinosaurios. El mismo día que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos le recordaba que, ni el terrorismo, ni la gravedad de los hechos a juzgar, sirven como causa general para la suspensión de los principios básicos que rigen el derecho penal y el derecho procesal penal, los magistrados de la sala tercera del TS efectuaban, a cuenta de las hipotecas, una performance que ni los Monty Python habrían podido imaginar en sus años más atrevidos.

Tal ha sido el desastre que, rápidamente, se han activado todas las defensas del corporativismo judicial y el neoespañolismo dominante. Las críticas, que solo tienen como causa la propia incompetencia de sus señorías, se han convertido de repente en una supuesta campaña de descrédito a la justicia española y al propio Tribunal Supremo, justo en las vísperas del inicio de lo que pomposamente algunos llaman “el juicio penal más importante de nuestra historia en democracia”. Por supuesto, tal campaña está orquestada por los malvados nacionalistas, cuya mente criminal jamás descansa, los populistas venezolanos, siempre dispuestos a exportar el modelo chavista de justicia, y los timoratos socialistas, siempre prestos a vender a su madre por una hora más en la Moncloa. Sin olvidar, en tan siniestro complot, la pérfida aportación de las justicias belga, alemana o escocesa, siempre celosas de nuestra grandeza institucional y devoradas por una imperofobia que les hace odiar todo lo español.

La justicia española son sus jueces y, como en todas, los hay buenos y malos, valientes y cobardes, rectos y torcidos

Para acabar de completar la jugada no ha tardado en desplegarse la habitual artillería de opinadores, políticos y bien pensantes en general, disparando a discreción para demostrar que toda la culpa es de la politización de la justicia, que los jueces quieren hacerlo bien pero los taimados políticos no dejan de entrometerse y que lo mejor sería blindar de una vez la independencia del poder judicial. Al parecer, la receta infalible pasa por quitar las sucias manos de la política del poder judicial, dejarlo en las virtuosas manos de unas asociaciones corporativistas que llevan décadas actuando con los mismos manejos y trapicheos que los partidos políticos que tanto detestan; la diferencia es que a los partidos los votamos todos, mientras que a sus asociaciones solo las eligen ellos.

Afortunadamente para quienes aún conservamos cierta confianza en muchos de nuestros jueces, esta semana funesta ha terminado con un auto de la Audiencia Provincial de Barcelona donde la justicia queda servida y se recuerda lo evidente: que la actuación policial el 1-O para impedir un acto que no tenía consecuencias jurídicas fue desproporcionada, que lo razonable era dejar votar y no poner en peligro a ciudadanos e instituciones. La justicia española son sus jueces y, como en todas, los hay buenos y malos, valientes y cobardes, rectos y torcidos. Ellos, su coraje y su competencia son los únicos responsables de las decisiones que adoptan, protegidos por una independencia tan reforzada por la ley que solo puede ser burlada por la propia ambición de sus señorías y sus deseos de agradar al poderoso para escalar en la cadena de mando.