Entre 70.000 y 100.000 personas se han visto afectadas este martes por un nuevo incidente en Rodalies y en el metro de Barcelona, que sólo la paciencia de una ciudadanía dispuesta a aceptar estoicamente la desidia y el maltrato del Estado con las infraestructuras de Catalunya es capaz de aceptar. La lista de agravios en esta materia es interminable y lo preocupante no es que haya fallado una vez más una red viaria básica. Lo más alarmante es que se haya cronificado el problema en los últimos quince años, que cada vez haya menos posibilidades de solucionarlo, porque quien tiene la llave para arreglarlo se hace literalmente invisible cuando surge cualquier nuevo incidente, que se pretenda hacer política de bajos vuelos con el drama real de miles de personas y, en última instancia, que las reclamaciones de estamentos tan dispares como instituciones catalanas, patronales y sindicatos, cámaras de comercio y entidades de la sociedad civil sirvan tan sólo para alzar la voz el día que sucede el enésimo problema. Y así, hasta la próxima ocasión.

Y eso no debería ser así. Los trenes que conectan Barcelona con diversos municipios de su conurbación metropolitana no pueden ser como aquel tren de la bruja que se perdía entre túneles de feria con una hechicera de pega, unas escobas y varios payasos grotescos para asustar a los niños. Porque, al final, ser un país normal no es otra cosa que formar parte de una colectividad donde las infraestructuras, por norma, suelen funcionar. Sin ir más lejos, como Cercanías Madrid-Renfe. Que cuando buscas en Google "incidentes Cercanías de Madrid" aparezca en la pantalla el centenar de incidentes que registraron las Rodalies de Barcelona entre enero y mayo del pasado año o el robo de cobre en las instalaciones de Adif en Catalunya lo dice casi todo. Y así rodamos. Hasta la próxima.