El debate subsiguiente a la moción de censura de Vox contra Pedro Sánchez ha vuelto a poner en evidencia que el único asunto omnipresente a la política española antes, ahora y siempre es el que tradicionalmente se ha conocido como "el problema catalán". Desde Vox hasta el PSOE e incluso Unidas Podemos, la discusión principal es sobre cuál es la mejor estrategia para que Catalunya no se escape. En el discurso de la derecha, España está perdiendo la batalla por culpa de la izquierda, y Pedro Sánchez replica cantando y arrogándose la victoria: "Señorías, en 2018 la situación en Cataluña era uno de los cinco principales problemas y preocupaciones de los ciudadanos; hoy, no aparece entre las principales preocupaciones de los ciudadanos, y el porcentaje de apoyo a la independencia entre la población catalana está por debajo del 40%. Es decir, por primera vez en muchos años está retrocediendo el apoyo de Cataluña a la independencia. Donde había conflicto, hoy, señorías —y es lo que me gustaría reiterar, de nuevo, ante los españoles y españolas—, hay diálogo; donde hubo confrontación, hoy hay convivencia, y todo dentro de la Constitución".

Decía Ortega, y no le faltaba razón, que "el problema catalán no tiene solución, solo se puede conllevar". No tiene solución porque, en primer lugar, la intención castellana ha estado siempre inspirada más o menos sutilmente en el derecho de conquista. Y, en segundo lugar, en Catalunya la inherente ansia soberanista propia de cualquier comunidad con sentimiento nacional se ha gestionado, vista la falta de poder coercitivo, combinando dos opciones, también según el momento histórico: la de acordar con el Estado un tratamiento diferenciado o la de impulsar un organigrama español respetuoso con los catalanes. Como ninguna de estas opciones ha sido compatible con la opción castellana políticamente transversal, en los últimos tiempos ha emergido en Catalunya como tercera opción una voluntad política independentista, que tiene pocos antecedentes en la historia del catalanismo político, probablemente porque sufre la misma falta de poder coercitivo de siempre.

No hay ahora una voz catalana de referencia que, independientemente de su orientación política, se haga escuchar y respetar incluso por los que no la quieren oír. Entre otros motivos porque los portavoces catalanes aprovechan la tribuna del Congreso para exhibir sus diferencias y, por lo tanto, la debilidad nacional

Con todo, la relación se podría describir como una colisión de impotencias. España no ha podido disolver la nación catalana en el imaginario castellano, ni los catalanes han sido capaces de cambiar España ni emanciparse, y este equilibrio inestable ha determinado y determina de manera recurrente, a menudo exagerando el pretexto, el principal argumento de la lucha por el poder político español. Eso ha pasado siempre, con las monarquías y con las repúblicas y sobre todo como justificante de las dictaduras. Y pasa también ahora.

Ahora la lucha por el poder en España la disputan el PP y el PSOE, con los aliados coyunturales que surjan en cada momento, pero ha habido ocasiones en que, a pesar de todo, una voz catalana se ha hecho escuchar. En la Transición, y después cuando la UCD pactaba con CiU, el PSOE pactaba con CiU y con el PSC y cuando el PP firmaba el pacto del Majestic. Con una diferencia. Entonces, poco o mucho, Catalunya se infiltraba en el debate y conseguía algún rendimiento. Ahora lo que dicen los catalanes es interesadamente ignorado. Y eso también merece una reflexión catalana.

A pesar del guirigay madrileño, a menudo segundos actores se han hecho escuchar con alguna consecuencia. Ahora mismo, todo el mundo reconoce el papel de Aitor Esteban, el portavoz del PNV, que ejerce un papel, digamos, influencer en el Congreso. Su inteligencia, su capacidad oratoria, su sentido común y, por supuesto, la correlación de fuerzas, impide ignorar sus intervenciones. Es portavoz del PNV, pero su papel adquiere una dimensión más trascendente. En otros momentos, portavoces de minorías también se hacían escuchar, más allá de su ideología o su opción política. Juan María Bandrés, a pesar de sus antecedentes, tuvo una influencia enorme durante la transición y los años posteriores. También José Antonio Labordeta ha sido más identificado que ningún otro político con las aspiraciones aragonesas y de lo que ahora se describe como "la España vaciada". A lo largo de la historia, Catalunya también ha tenido portavoces de referencia. Francesc Cambó, sin duda. El historiador Borja de Riquer lo ha explicado así: La irrupción de Cambó en el Congreso de los Diputados, en 1907, produjo un impacto considerable, ya que la clase política dinástica no se encontró ante un político «provinciano», estrecho de miras, que venía a reivindicar los derechos de su pequeño país, sino ante un hombre de Estado que sorprendía por la seriedad del diagnóstico". De Jaume Carner, un encarnizado contrincante ideológico, José Calvo Sotelo, escribió: "Me consta que el señor Carner reúne condicionas excepcionales de competencia, austeridad y consecuencia". También Carles Pi-Sunyer fue un referente, y más cerca en el tiempo, este papel lo ejerció Miquel Roca i Junyent. Sus intervenciones en el Congreso nunca pasaban inadvertidas. No se puede negar que fue un referente catalán que se hacía escuchar por los adversarios. De Felipe González circuló una frase de los tiempos en que el PSOE pactaba con CiU: "Quien defiende mejor las leyes es Miquel". Tuve la ocasión de cubrir informativamente la campaña que lideró como candidato del Partido Reformista. Tanto la campaña como el resultado electoral evidenciaron el rechazo a un candidato catalán a la presidencia del Gobierno. En todas las ruedas de prensa de la campaña, la primera pregunta era cómo un catalán pretendía gobernar España. Incluso Santiago Carrillo lo consideró un candidato extranjero. Sin embargo, sus mítines por toda España llenaban polideportivos y auditorios grandes. Los asistentes reconocían que no lo pensaban votar, pero que tenían interés o curiosidad por escuchar lo que decía.

Ahora Aitor Esteban, pero antes Juan María Bandrés, José Antonio Labordeta y, desde Catalunya, Francesc Cambó, Jaume Carner, Carles Pi-Sunyer y Miquel Roca y Junyent supieron, desde posiciones conflictivas y minoritarias, trascender su representación política

Ahora Catalunya sigue estando en el centro del debate, pero solo tiene interés lo que dicen de ella los partidos españoles en su competición partidista. Las voces catalanas son ignoradas, por interés político, pero también porque los portavoces oficiales, sea dicho con todos los respetos, no han sabido ejercer lo suficiente la autoridad moral e intelectual que corresponde a su representación. Precisamente Gabriel Rufián el martes pasado pronunció su mejor discurso como representante de las izquierdas, superando en argumentos la presentación de Yolanda Díaz como referente del nuevo establishment progresista. Y tenía razón Míriam Nogueras cuando señalaba que el espionaje político y la guerra sucia es el escándalo más grave en cualquier democracia. Mireia Vehí supo poner en contradicción al candidato de la moción de censura hasta el punto que Ramón Tamames le concedió alguna razón. Sin embargo, no hay ahora una voz catalana de referencia que, independientemente de su orientación política, se haga escuchar y respetar por los que no la quieren oír. Entre otros motivos, porque los portavoces catalanes aprovechan la tribuna del Congreso para exhibir sus diferencias y, por lo tanto, la debilidad nacional. Es evidente que en España resulta francamente difícil hacerte escuchar cuando dices que quieres marcharte, pero con rigor intelectual, capacidad parlamentaria y, sobre todo, alguna autoridad moral con respecto a la representación de Catalunya, quizás queda constancia de que la "conllevancia" como mínimo es cosa de dos.