Monseñor Vincenzo Paglia, que conoce bien Catalunya, es un alto representante de la Santa Sede que no escatima su tiempo. Afable con los periodistas, próximo al pueblo, habría sido un político solvente y un fantástico rector de parroquia de aquellos que atraen a las masas. Tiene muchos premios prestigiosos por su trabajo en mediación y resolución de conflictos. Actualmente preside la Pontificia Academia por la Vida, una entidad vaticana. Antes ha sido obispo de Terni (ciudad de san Valentín), Narnia y Amelia; ha desencallado la relación tensa con los ortodoxos y los católicos, y ha conseguido que en Albania se volviera a abrir un seminario. Entre otros cargos, es el postulador de la causa de beatificación de monseñor Romero, un icono para América, un sacerdote que murió asesinado mientras hacía misa y que la Iglesia anglicana, ya hace años, ya consideraba un santo.

Cuando se critica a la Iglesia, deporte nacional, no se pone en la balanza este trabajo de las entidades que son Iglesia y que están al pie del cañón donde no llega, ni llegará nunca, la tarea de las administraciones

Monseñor Paglia es un hombre bondadoso, inteligente, bueno y con un fino sentido del humor. He estado con él en una mesa redonda en Madrid, donde ha presidido un congreso mundial de médicos de cabecera que han sido recibidos por el nuncio, por el cardenal de Madrid, por políticos y por el Rey. Paglia ha lamentado que las personas mayores se consideren inútiles, descartadas, poco productivas, prescindibles en un mundo que no tiene en cuenta el valor de los viejos. Vista su alta capacidad para negociar, durante la pandemia pidió hora con el ministro de Salud para reclamar atención a las personas mayores, que se morían a decenas. Para Paglia, la vida está muy pautada desde que nacemos hasta los 30 años, y también en la edad adulta, pero se queja de que no haya también pautas a partir de los 60 años. Todo se deja al azar, sin atención en lo que será una etapa cada vez con más retos. El ministro italiano lo escuchó y le pidió que fuera el presidente de una comisión para promover un cambio legislativo a favor de los derechos de las personas mayores (proyectad ahora esta frase en Catalunya o en España, ¿os imagináis a un conseller o un ministro escuchando a un obispo y además pidiéndole que presida una comisión?). En Italia pasan estas cosas. Porque la Iglesia no ha perdido la batalla cultural. Saben estar y no estar, integrarse y no diluirse, hacerse oír sin ser estridentes. Una Iglesia que sabe modular tempos, velocidades y prioridades.

Italia es un contenedor de anomalías que vinculan la religión con la política. Esferas separadas pero no ignoradas, que se necesitan mutuamente. Paglia fue durante muchos años el asesor eclesiástico de la Comunidad de San Egidio en Roma, un grupo que nace dentro del catolicismo postconcilio con el impulso de Andrea Riccardi, un historiador gigantesco con olfato político que capta perfectamente el pulso de la sociedad y que ha sido traducido a decenas de idiomas. San Egidio tiene programas para las personas mayores y consigue que la administración los escuche. Cuando se critica a la Iglesia, deporte nacional, no se pone en la balanza este trabajo de las entidades que son Iglesia y que están al pie del cañón donde no llega, ni llegará nunca, la tarea de las administraciones. Un país incapaz de asumir que él solo con sus estructuras es limitado, es un país que se devora a sí mismo, un Cronos debilitado que no sabe dar juego ni asumir que necesita a los demás. Los recursos públicos son para todo el mundo, no sólo para quien piense de una determinada manera que coincida con el gobierno de turno. En San Egidio, como tantas entidades provenientes del hummus eclesial, reparten comida pero reparten compañía, más difícil de medir. Dispensar acompañamiento, dar comida y un techo, escuchar las necesidades básicas sobre salud y educación, no son deseos de cuatro iluminados que quieren un mundo mejor. Tienen que ser los pilares de programas políticos y de políticas útiles. Primero, las personas. Las ideas ya vendrán después a dividirnos.