Parece que hay demasiada confusión, estos últimos días, entre grados penitenciarios y lógica elemental. Decía el abogado Jordi Pina, defensor de Jordi Sànchez, Josep Rull y Jordi Turull, que tocaba esperar el tercer grado porque era "de manual". Si fuera aceptado por el Departament de Justícia y Marchena no interfiriera, supondría un régimen abierto. Por eso costaba entender la rueda de prensa del secretario de Mesures Penals cuando anunciaba que las juntas, después de un intenso debate y sin unanimidad, el mismo día, a la misma hora, en tres centros penitenciarios bastante alejados entre sí, hicieron la misma propuesta de clasificación de segundo grado para los nueve presos. Reconocía que cumplían requisitos del tercer grado, como tener una red de apoyo familiar, pero las elevadas penas de prisión, de hasta 13 años, lo dificultaban. Parecía que no se daba cuenta de que estas penas de prisión, tan altas, eran el núcleo duro de la sentencia vengativa de un juicio farsa. Y que la injusticia continuaba en el envoltorio técnico de los argumentos que entraban en su "lógica" falta de coherencia. Seguía, incluso, en las insinuaciones de que este camino de "profesionalidad" se podía permitir imitar la divinidad escribiendo recto con renglones torcidos. O, en palabras más sencillas, haciéndose el listo... y tropezar por enésima vez en la misma piedra.

No se puede ir calificando separadamente, sin grave peligro para nuestra estabilidad mental, la sentencia del procés del juicio que la origina. Y tampoco se puede separar la sentencia, tan pesada en años y dureza, de la manera en que se quiere hacer cumplir. Considerar (por los que lo hacen) el juicio como justo, la sentencia como injusta y las propuestas de cumplimiento como meras cuestiones técnicas olvidando la lógica represiva de todo el recorrido, nos altera el razonamiento y nos roba acierto y perspectiva. No se puede trivializar el duro mensaje represivo, el escarmiento por ejercer derechos, ni por inspiraciones tácticas, ni por intereses de poco recorrido y cortos vuelos. Ni tampoco para fortificar facciones o tirarse los argumentos de unos en la cara de otros. Lo que parece urgente, en cambio, es no recortar contexto y ver, en toda su gravedad, la singularidad de la gran injusticia, sin puntos y aparte. Juicio, sentencia y cumplimiento son una y la misma cosa. Piezas de la misma maquinaria traducida ahora en cruces que se acumulan día a día en el calendario de la celda mientras continúa el ahogo de las visitas separadas por un cristal.

Lo peor de caer en la lógica de la coerción es la miopía de ignorar la magnitud de la maquinaria represora porque no sabemos ver todas las piezas que la componen

Se llega a la ironía suprema cuando, tratándose de presas y presos políticos, se da el argumento de la reinserción. ¿De qué reinserción se habla? Descartada, por lógica elemental, la reinserción laboral, niego que se pueda comparar el independentismo con drogadicción sin caer en una derivada que podría hermanar Mas de Enric, Puig de les Basses, Lledoners o Soto del Real con los gulags que significan detenciones arbitrarias, interrogatorios con garantías legales limitadas, destrucción de la persona, de su salud, física y mental, y la de las familias, mientras pasan años perdidos sin ningún otro sentido que la venganza... ¿No, verdad?

Finalmente, los intentos fallidos de preservar a los evaluadores de presiones cuando no son solo ellos, sino que somos todas y todos, los que venimos presionados de casa, es una manera más de decapitar la verdad. Lo peor de caer en la lógica de la coerción es la miopía de ignorar la magnitud de la maquinaria represora porque no sabemos ver todas las piezas que la componen. Y no entendemos que tenemos que crear anticuerpos ante las mentiras y la complacencia, i que no denunciamos con suficiente fuerza el secuestro de la vida familiar y cotidiana de Carme Forcadell, Dolors Bassa y de todos los otros presos políticos. Tenemos que seguir defendiendo nuestros derechos haciendo también mucho más para compensar los abrazos que no reciben, las complicidades ignoradas y las carcajadas y rabietas de hijos y nietos que se pierden para siempre. Y el vacío inmenso de no ser una más, a la hora de comer, en torno a la mesa.