En el concierto para el Debate Constituyente, el que era conseller de Territori y Sostenibilitat cuando nos cayó encima el 155, Josep Rull y Andreu, tuiteaba que eso que iba esparciendo por el escenario el compositor y cantante de Verges, Lluís Llach, "se llama liderazgo moral". Quizás pensaba en las cantidades ingentes de carisma que hace falta para que una silueta a contraluz sobre una propuesta no demasiado publicitada, llene, en un par de semanas, el Sant Jordi hasta los topes. Y si además jugaban a la contra la política oscura y muchas inconcreciones sobre la amenaza de una nueva versión covid (la ómicron) de la que se dicen cosas tan diversas (pero ninguna tranquilizadora), la fuerza del reclamo tiene que ser abrumadora.

El liderazgo al cual quizás se refería Rull se tenía que multiplicar por el esfuerzo de reunir en una propuesta de música y debate, de sonrisas afables y potentes, artistas tan diferentes como los que acabaron de llenar el escenario y abrir el abanico de una oferta cultura teñida de la mejor política. Para mencionar solo a tres muy diferentes: la cantante y amiga de Lo riu és vida, Montse Castellà, gallinita empeñada en el No, el mag Lari de los ingenios a los que iría tan bien poder recurrir tantas veces como hiciera falta en un mismo día (sobre todo cuando leemos, escuchamos o vemos "noticias" que no lo son y solamente traicionan al periodismo) o Marta Carrasco, que entrelaza danza, delicadeza y sensibilidad hasta una forma casi perfecta de lenguaje sin palabras... y tanto que decir. No hay duda de que ayuda a dar solidez y a hacer mucho más amistosa la complejidad de todo, que un escenógrafo de la talla de Lluís Danés ponga orden, pericia y truco al montaje escénico. De hecho, Danés ya debía ser consciente, desde hace años, que ser amigo de Lluís Llach implica bastantes riesgos como los del Sant Jordi: solamente hay que recordar que debutó como director de cine con "Llach, la revuelta permanente" en el 2007.

Y eso es precisamente lo que se vivía en el Sant Jordi: un nuevo ejemplo de esta revuelta permanente que cuando se hace plural no siempre da (ni sabe dar) ni la cara ni la cruz de lo que nos toca vivir. Una revuelta permanente que es —para hacer juegos de palabras como excusa— demasiado intermitente, y que se esconde según tiempo y territorios. Pero que puede brotar de nuevo, con fuerza y determinación, como una torrentera de proyectos que deciden nuestro futuro. Por ejemplo, en un Debate Constituyente que acarrea falsedades y líderes de buró sin carisma ni empatía, y se los lleva aguas abajo, envueltos como pescado podrido con los papeles de una Constitución pactada a redoble de tambor.

Lo que se vivía en el Sant Jordi era un nuevo ejemplo de esta revuelta permanente que cuando se hace plural no siempre da (ni sabe dar) ni la cara ni la cruz de lo que nos toca vivir. Una revuelta permanente que es demasiado intermitente, y que se esconde según tiempo y territorios. Pero que puede brotar de nuevo, con fuerza y determinación, como una torrentera de proyectos que deciden nuestro futuro.

No sé si se puede decir que aquello que Lluís Llach se sacó de la manga era "liderazgo moral". Pero si sé que era credibilidad, y sinceridad, y honestidad y todos aquellos valores que queremos encontrar en quien hace política o tiene voz pública. Llach acompañó también este sábado su buen oficio como músico con la generosidad con la cual pone su tiempo al servicio de la gente y la denuncia. Por eso conectaba también con la gente más joven que llenaba las últimas hileras del Sant Jordi, y compartía con ellos y ellas su desazón por el medio ambiente, por el destrozo con el que los humanos nos castigamos y hacemos añicos la naturaleza y el clima que nos rodea y nos acoge. Y denunciaba, como nunca y como siempre, las casas sin gente y tanta gente sin casa, venga de donde venga, y que aunque vivimos en un país pequeño, tan pequeño que cuando se pone el sol no se está seguro haberlo visto, las desigualdades anidan y crecen, y hacen daño a la vista y al corazón.

La mañana del domingo, gente amiga me transmitía el calor del concierto. El sábado, con Lluís Llach, se habían comprometido de nuevo a hacernos grandes de una vez, y que sean las chirimías —y no las amenazas "oé, oé" a golpe del gran tambor— las que señalen como, de pie, vamos subiendo peldaños, y hacemos cambiar definitivamente el miedo de bando.

Me llamaba gente de todas las edades, pero sobre todo de la que compartimos más tramo de vida con el de Verges, que queremos y tenemos derecho, con razón, a una historia mucho mejor. Y que Llach no puede dejar de cantar porque su voz es magnífica y nos hace falta todavía una banda sonora para volver a hacerlo. Hacerlo de nuevo, mejor, con el amor y sensibilidad de esta revuelta intermitente —pero permanente— que construye vida y ciudadanía.

Y hacerlo también por los amigos que nos dejan mientras construimos, con los ojos anegados, las nubes blancas que nos dan fuerza y consuelo. Sobre todo cuando el consuelo solo parece una utopía.