Ocupar un escaño en el Parlament de Catalunya no es hacer un trabajo más. El ejercicio del servicio público con un sitio en el hemiciclo obliga a mucho, pero sobre todo a entender que no se puede patrimonializar lo que es un privilegio de la democracia.

He sentido siempre mucho respeto por quien ha hecho durante un tiempo, escogido en listas, las tareas parlamentarias, y ha vuelto después a ganarse la vida con el trabajo de siempre. Como hizo Jordi Miralles, el amigo cartero licenciado en historia que fue diputado tres legislaturas y secretario tercero de la mesa del Parlament del 2006 al 2010. Jordi no buscó puertas giratorias para ahorrar esfuerzos. Volvió a su funcionariado de Correos e hizo política municipal, hasta su muerte, en octubre del 2015, cuando tenía 53 años.

Se puede entender, pues, que no me parezcan ni ejemplares ni afortunadas las comparaciones con masoveros, ni con futbolistas traviesos que "esconden la pelota" si van perdiendo. Pero si hay hay un punto en común es que en todas las profesiones, como en el Parlament y en todas partes, se tiene que tragar muchos sapos. Incluso se puede sufrir acoso y maltrato, y tampoco el Parlamento se libra de comportamientos misóginos. En la undécima legislatura los sufrió, por vergüenza de todas, su presidenta, Carme Forcadell. La presidenta de la decimotercera legislatura, Laura Borràs, que además tiene la ultraderecha en el hemiciclo, está bien advertida.

El problema reside cuando, a manera casi de insulto, para explicar los comportamientos parlamentarios se tiene que recurrir a la mentalidad que se les supone en ciertos trabajos. Soy bisnieta de masoveros del Vallès por parte de madre y de emigrantes de las minas de Cartagena por parte de padre. Llegados a Catalunya, se hicieron suyo el catalán por sus hijos. Mi padre empezó a aprender, a los once años, el trabajo de carpintero. Y nunca viví en casa de mis ancestros ningún tipo de servilismo, sino el orgullo del trabajo bien hecho y la cultura del esfuerzo para ganarse la vida. Este no es país de "santos inocentes", sino de hoz en el puño y grito de "viva la tierra". De una épica de la menestralía para la cual "cuando el sol sale, sale para todo el mundo". Y de una dignidad que puede pasar años como dormida, pero que revive de repente para hacer historia. Como el 1 y el 3 de octubre del 2017.

Por eso el Plenario de investidura de Pere Aragonès no podía ser una vuelta a ningún irreal "oasis catalán", aunque pronunciara el candidato un discurso patchwork, con propuestas no solamente ampliamente compartidas sino imprescindibles, párrafos obligados, aportados desde la proximidad pero que no traspasaban la epidermis, y un montón de citas y ciertos olvidos que quizás eran confortables para algunos, pero que para otros no eran ningún buen augurio. Pere Aragonès hizo aquel ejercicio de moderación que se cree imprescindible en un candidato a presidente de todos. Y quizás sí que convenció más allá de a los convencidos. Pero a mí me pareció mucho más de carne y hueso en las réplicas, y lo prefiero en el ataque a Salvador Illa y los otros socios del 155. En este Pere Aragonès en el atril, sin leer frases aprendidas ni pactadas, puedo incluso adivinar la duda de la razón que -quizás- querer mantener la bandera de un diálogo hasta ahora irreal no puede obligar a abandonar las banderas irrenunciables de octubre.

La ciudadanía parece entender mejor que nadie que nuestro enemigo de verdad es un 155 que todavía se impone, una monarquía rabiosa sin equilibrio, y una represión que se hace fuerte en los desencuentros

No sé si Pere Aragonès puede ser un presidente de concordia y buen gobierno. Todavía hace muy poco de la destitución de un presidente como Quim Torra i Pla de quien queda mucho por descubrir y mucha justicia por hacerle. Tampoco es fácil adivinarlo cuando las negociaciones las llevan, sin él, personas excelentes que no pueden librarse de mediocridades rencorosas ni de prepotencias vengativas. O prepotencias de rencor y mediocridades que nunca satisfacen, por su desconfianza universal, su deseo de venganza. Pero si hay todavía una oportunidad para la salud de la política es que se imponga el entendimiento y se aleje, hasta dentro de cuatro años, cuando toque y sea preceptiva, la convocatoria de nuevas elecciones.

Cada partido llamado al acuerdo sabe cuáles son sus elementos tóxicos. Y aunque sabemos que nada será fácil, llevemos también a la política de Catalunya las distancias de seguridad y las mascarillas que preservan de contagiar y de ser contagiados. O, visto de otra manera, obliguémonos a emplear toda la inteligencia y toda la empatía que hace falta para estar un poco a la altura de aquel pueblo de los hechos de octubre que no ha desfallecido y ha dado la mayoría reclamada un 14 de febrero que no invitaba nada, por tantos motivos, a salir de casa. Porque la ciudadanía parece entender mejor que nadie que nuestro enemigo de verdad es un 155 que todavía se impone, una monarquía rabiosa sin equilibrio, y una represión que se hace fuerte en los desencuentros, justificados quizás pero demasiado paralizadores, de los representantes con escaño de los que nos consideran sus "súbditos".