Se trata de una visita institucional que según la JEP no interfiere en la campaña. La petición de las candidaturas de JxC y ERC, dicen, no tiene base legal porque el jefe del Estado guardará los deberes "de neutralidad política". Olvida la JEP que Felipe VI se empeña, siempre que puede, en recordarnos que es el descendiente de un rey que ganó por las armas la Guerra de Sucesión. Y nos hace muy presente que el once de septiembre de 1714, ante el duque de Berwick, cayó la Barcelona asediada y se perdieron los fueros, fueron disueltas las instituciones políticas catalanas y se instauró, con una dureza que sigue bien viva, el centralismo borbónico. Las provincias sustituyeron los antiguos reinos, y de repente ya solamente existía una sola nación unificada que más adelante, gracias a la contundencia de generales como Espartero, hará entrar en la historia la ominosa recomendación de bombardear Catalunya cada cincuenta años. O, si hace falta, vencerla de nuevo con un golpe de Estado y una guerra civil.

La necesidad de someter Catalunya sigue siendo un deber pendiente de la monarquía de los Borbones. Y ahora que las bombas son demasiado impresentables en nuestras latitudes, se hace perdurar el invento de la única nación (que ha estado a punto de salir en el programa electoral del PSOE) enviando, si hace falta, tropas policiales al grito de a por ellos. Con el mismo espíritu doblegador de Felip V. Con la misma intolerancia que su sucesor, Felipe VI, demostró el 3 de octubre del 2017.

No pueden entender, ninguno de ellos, que un proceso de asimilación tendría que utilizar métodos muy diferentes de los procedimientos bárbaros del decreto de Nueva Planta o, para acercarnos más al presente, de las disposiciones que se quieren atribuir al art. 155

Tenía mucha razón Òmnium cuando hablaba de luchas compartidas. Compartidas a través de la historia, aunque pasen los siglos, por diferentes clases y segmentos sociales, en defensa de la cultura, los derechos, la identidad y el idioma. Felipe V quiso sustituir de un doloroso plumazo, como había hecho en Valencia en 1707, fueros, prácticas y costumbres propias por las leyes de Castilla "tan loables y plausibles en todo el universo" (o eso decía y quería creer). Pero nos recuerda Josep Fontana que las Constituciones han nacido de las necesidades de la sociedad y han contribuido a configurar la identidad que define a los catalanes como pueblo, una identidad que se mantuvo entre los vencidos porque estaba asociada a sus formas de vida y cultura popular. Y cuando eso pasa, es imposible abolirlo por decreto, aunque sea de Nueva Planta. Se salvó el derecho civil catalán, y no solamente con respecto a matrimonios y herencias, sino también para la creación de sociedades y propiedad y cultivo de la tierra. Demasiada conmoción y demasiado peligro cambiar las normas que hacían funcionar la economía. Como dice Fontana, fue una suerte, a pesar de la irritación crónica de gobernantes, políticos y administradores castellanos o asimilados. Intentad explicar a Cayetana Álvarez de Toledo que esta gente vencida sigue pensando y siendo diferente a pesar de 1714, de la represión sistemática, de la Guerra Civil perdida, del franquismo y la transición. No pueden entender, ninguno de ellos, que un proceso de asimilación tendría que utilizar métodos muy diferentes de los procedimientos bárbaros del decreto de Nueva Planta o, para acercarnos más al presente, de las disposiciones que se quieren atribuir al art. 155. Sirvió de muy poco la sustitución del viejo marco político por otro marco impuesto. Dieron fin al estado catalán, pero el conjunto de características que en el transcurso de cerca de mil años habían configurado una identidad propia se hizo todavía más fuerte con el desarrollo de la sociedad industrial. Y su poder de afirmación, de no rendirse nunca del todo —y también de seducción por la dignidad supone— atrapa a mucha gente que llega buscando una vida mejor. Los nuevos catalanes se parecen, en muchos casos, a los catalanes antiguos como dos gotas de agua.

El poder de atracción es difícil de anular porque este sigue siendo un pueblo de ciudadanos, y no de súbditos, si se quiere y si se practica. Por ejemplo, no me puedo imaginar a la presidenta de la XI Legislatura del Parlament de Catalunya, Carme Forcadell, suspendiendo a ningún diputado del ejercicio de su cargo. En cambio, no me extrañó en mayo de 2019 que Meritxell Batet, presidenta del Congreso, decidiera que la "decisión más prudente, más garantista y con más seguridad jurídica" era suspender automáticamente en el ejercicio del cargo a Oriol Junqueras, Josep Rull, Jordi Sànchez y Jordi Turull. Y hacerlo con el amparo de la ley porque hay súbditos togados capaces de poner música legal a cualquier arbitrariedad que castigue la diferencia. Meritxell Batet, por encima del mandato de una supuesta democracia representativa, obedecía órdenes. Como lo hizo acto seguido el presidente del Senado, Manuel Cruz, siguiendo la senda de sumisión, suspendiendo como senador a Raül Romeva. El mismo Manuel Cruz presidente de Federalistes d'Esquerres hasta 2016 que defendía una reforma constitucional de principios poco sólidos y demasiado sensible a los sondeos de opinión. Pero es que una cosa es presumir de federalista y otra, serlo. Y todavía más si se milita en el PSC-PSOE cuando caen todas las máscaras y queman los contenedores que nos hemos dado entre todas.

Solamente los más ilusos creen que no lo volveremos a hacer. Solamente los muy miopes no se dan cuenta que para demasiados jóvenes y chicas —la generación del 14-O— el miedo ha cambiado de bando.